Monstruo

Antes de llamar a la puerta, mi madre nos echa un último vistazo a mi hermana y a mí. Alarga la mano para repeinarme el flequillo pero yo se lo impido, molesta. Mi padre toca el timbre. Al cabo de unos minutos, la puerta se abre y aparece mi tío, con una copa de vino en la mano. Los dos hombres se quedan hablando en el recibidor, mientras nosotras atravesamos el oscuro pasillo que conduce a la sala de estar. La casa de mis tíos huele a rancio, a naftalina y a cera para suelos. En la sala, la luz de la terraza deja al descubierto las motas de polvo que flotan en el aire. Vemos que los tres están sentados afuera, tomando el sol. Mi madre, mi hermana y yo nos acercamos al grupo. Agustín está sentado junto a mi abuela, y mi tía Nuria le está limpiando la boca manchada de chocolate. Él se ha ensuciado el traje, como siempre, pero todo son carantoñas y caricias a su alrededor. Lentamente, mi estómago se encoge mientras da comienzo mi suplicio dominical.

Mi madre saluda a todos y enseguida exclama: “¡Agustín, pero qué guapo que está mi niño, por Dios!”. Y de repente todo el mundo comienza a festejar a Agustín, mi primo síndrome de Down de quince años. “¡Pero qué simpático y qué salado es!”, chilla mi hermana; y mi madre le acaricia el pelo y ordena: “¡Niñas, dadle un beso a vuestro primo!”; y mi abuela le hace carantoñas, y mi tía lo contempla orgullosa y yo me muero por darle una colleja a ese imbécil y gritarles a todas: “¡Pero qué es lo que hacéis, si este monstruito vive en una continua celebración de su estupidez!”, pero en lugar de eso me pego a la pared con una sonrisa forzada, procuro pasar desapercibida, evito besar su cara fofa, de mirada bovina, y pienso: “Ojalá que alguien lo mande a su habitación a dormir”, para no verlo, para que no me moleste con sus caricias blandas y sus mocos y sus babas y sus lloriqueos; para que no me amargue todas las reuniones familiares desde que tengo uso de razón, joder. Y algo de lo que pienso debe de reflejarse en mi rostro, porque de pronto mi madre se vuelve hacia mí, su hija mayor, la otra quinceañera de la familia, y sonriendo me lanza una de esas miradas que hielan la sangre. “Elisa, venga, dale un beso a tu primo”, ordena.

Entonces se hace el silencio en la terraza, como si estuviera a punto de celebrarse un ritual sagrado. Yo me acerco a mi primo Agustín, que mantiene la mirada fija en mi pecho mientras un hilillo de baba resbala desde su boca hasta el cuello de su camisa. Tiene toda la cara manchada de chocolate, saliva y migas de galleta. Creo que hasta huele mal. Contengo la respiración y me inclino para besarlo, pero entonces él se encoge y comienza a gemir y a chillar como un cerdo camino del matadero. Se agarra a mi tía, que suspira resignada y comenta que el pobre ya está cansado, que se lo va a llevar a la habitación. Los dos se marchan y nosotras nos quedamos en silencio. Mi madre me lanza una mirada gélida, que me hace sentir mal. Y me pregunto por qué me mira de esa forma, como si el monstruo de la familia fuera yo.

Frío

El policía tiene el pelo completamente blanco y sonríe con suficiencia. Nos observa temblar y patear mientras hacemos cola en la puerta de la comisaría. El invierno ha caído inesperadamente sobre Madrid y nosotros, inconscientes y confiados, hemos salido hoy de casa con chaquetas ligeras que nos dejan completamente indefensos ante este viento que reseca las mejillas y corta los labios. Yo me froto los brazos y me apoyo en la pared de piedra buscando cobijo, pero es inútil. Siento deseos de restregarme contra ella para ver si así entro en calor, pero mi cuerpo se niega a moverse. Miro al policía, que, indiferente a nuestra tortura, hace guardia ante la puerta abrigadito con guantes y chaquetón. Él me devuelve la mirada. “¿No podríamos esperar dentro?”, le pregunto, “llevamos aquí una hora, vamos a pillar una pulmonía”. Mientras hablo, intento sonreír, pero mis dientes castañetean tanto que sólo me sale una mueca. Las señoras que están detrás de mí me dan la razón. El policía menea la cabeza con esa sonrisilla falsa. “No, mi niña, dentro no hay suficiente espacio y podéis estorbar el trabajo de mis compañeros. Tenéis que esperar aquí”, dice. Las señoras protestan. “Dentro sí hay espacio”, dicen. “Hay sillas libres incluso”. No puedo creerlo. Echo un vistazo por la ventana y veo bancos vacíos y funcionarios trabajando en manga corta. Le miro indignada. El policía se encoge de hombros y pide paciencia. Paciencia. Mis uñas ya están azules y las manos me tiemblan tanto que me cuesta cerrar el puño. Mi golpe le coge de sorpresa, pero no parece hacerle daño. Apenas sí he rozado su mejilla, no tengo fuerzas. El policía se coloca bien la gorra y mira a las señoras, que se han quedado mudas ante mi ataque. “Ustedes pueden pasar”, les dice, y luego me mira con expresión apenada, “tú te esperas aquí”. Desolada, bajo la vista y me apoyo de nuevo contra la pared. Hoy tampoco podré renovar mi DNI.

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(Otro deber del master. Conseguir un efecto expresivo de frío sin mencionarlo. Y darle sentido, que sea el motor del relato y blabla. Pronto el profesor me lo destrozará, así que no os cortéis :-P)

Halloween

La puerta era de color marrón chocolate y un aroma delicioso salía del interior de la casa. Llamaron al timbre. Les abrió una sonriente anciana de aspecto bonachón.
- ¿Qué queréis, pequeñines?
- ¡Truco o trato! -chillaron Hansel y Gretel.
- Trato, por supuesto, pasad a la cocina.

Vecinos

El día que llegaron los nuevos vecinos de arriba, Manu estaba tan absorto en la lectura, que sus oídos parecían envueltos en celofán. No oía nada aparte de los versos que resonaban dentro de su cabeza: “La gran tumba de la noche su negro velo levanta, para ocultar con el día la inmensa cumbre estrellada...” Y un sonoro golpe en el techo remató la rima. Bum.

Manu parpadeó sobresaltado y miró hacia arriba. El rumor de dos voces que discutían fue subiendo poco a poco de tono hasta invadir todo su salón. La primera pertenecía claramente a una mujer bastante alterada. Gritaba órdenes histéricas a una voz masculina que respondía con malos modos. Hubo una exclamación fuerte, probablemente un insulto. Alguien recibió una bofetada con eco. Después, los tacones de la mujer repiquetearon con fuerza en el techo hasta culminar en un portazo que hizo temblar los vidrios de las ventanas. Luego, nada. Se hizo el silencio, pero ya era tarde. Adiós magia, adiós poesía.

Manu tiró el libro al suelo con indignación. “¿Hay algo peor que unos vecinos de mudanza?”, pensó, “¿qué será lo siguiente, obras de reforma?”. Y a modo de respuesta, el rumor de un taladro perforó la distancia entre ambos pisos y llegó hasta el centro mismo de su tímpano. Maldiciendo, Manu se tapó las orejas, pero aun así los dientes empezaron a dolerle. Siempre era igual. El sonido del taladro se parecía tanto al torno de un dentista que, al escucharlo, su mandíbula se tensaba involuntariamente.

“Necesito una aspirina. No, mejor salgo a dar una vuelta. Tengo que relajarme”, decidió Manu. La boca se le había quedado seca y la sien le palpitaba. Mientras, arriba, el metal continuaba perforando el ladrillo sin descanso, con un ritmo sordo y sostenido que parecía querer instalarse para siempre en su cabeza. Agarró el abrigo y el libro, y abrió de golpe la puerta de la calle. En el descansillo, una joven se volvió bruscamente hacia él. Sus ojos azules y brillantes le miraron con inquietud.

- Perdona, ¿te he asustado?
- No, lo siento, estaba... –la chica se secó las lágrimas y trató de sonreír– Estaba tomándome un descanso. Es que mi novio y yo nos estamos mudando hoy al piso de arriba, ¿sabes? –dijo señalando la escalera.
- Ah, bueno, yo soy Manuel, vivo aquí, si necesitáis cualquier cosa...
- Gracias, yo soy Silvia. Encantada.
Se dieron la mano. Ella reparó en su libro.
- Vaya, ¿te gusta Lorca? A mí me encanta, tengo su obra completa en, bueno, en alguna de las cajas de arriba –hizo un gesto de fastidio.
Manu sonrió y se apoyó en el dintel de la puerta.
- Sí, sé lo pesadas que son las mudanzas, yo también me trasladé hace poco... oye, ¿te apetece entrar a tomar un café?

Dos horas y veinte minutos más tarde, mucho más tranquila, Silvia regresó de nuevo al piso de arriba. Su novio había terminado de colocar la estantería y estaba tumbado en el sofá roto viendo un partido de fútbol. Apenas la miró cuando se sentó a su lado.

- Ya era hora, pues sí que te ha durado el berrinche esta vez.
- Ya ves.
- Oye, mañana tengo que hacer horas extra en el curro, así que te toca a ti desembalar lo que queda, ¿vale?
- Vale.
- Bueno, pues me voy a dormir que estoy roto. Antes he intentado echar una siesta y no he podido por culpa de la pareja de abajo. Llevan un buen rato dándole, menudos vecinos... ¿de qué te ríes?

Ciencia

En el laboratorio solemos decir en broma “un día explota esto y ya veréis, nos van a llevar a todos presos”, pero nadie lo cree de verdad. Sabemos que lo que estamos haciendo no está del todo bien, que no tenemos los permisos necesarios, ni unas medidas de seguridad en condiciones, pero estamos convencidos de que vamos a revolucionar la ciencia; además, no hacemos daño a nadie y ninguna de las sustancias que empleamos es explosiva. Por eso, cuando ha sonado ese ¡bum! a mis espaldas y he escuchado los gritos, las carreras, “¡detenedla, que alguien la detenga!”, he permanecido quieto, sin creérmelo todavía, y he pensado “no puede ser, en este laboratorio no hay nada que pueda explotar” y entonces he oído ese ruido que me ha puesto la carne de gallina, un “tocotocotocotoco”, como si un gigante con tacones estuviera corriendo en la habitación de al lado, unido al roce de algo áspero contra las paredes, “rasrasrasras”, y entonces el muro que me separaba del desastre ha estallado en mis narices y ha aparecido ella, enorme, peluda, asustada, y se ha quedado ahí quieta, reconociéndome como su depredador natural, o al menos aplastador, y yo he pensado “quieto ahí, no te muevas, no demuestres tu miedo, tú tienes el control...” y me hubiera gustado ver sus pulmones al respirar, pero no tiene, y anticipar sus actos en su mirada, pero es imposible, sólo me veo a mí mismo reflejado en decenas de espejos líquidos y repugnantes que empiezan a cambiar su percepción de mi naturaleza, que tal vez ya me reconocen como un posible bocado con el que calmar su hambre multiplicada por la mutación, y entonces la araña da un paso hacia mí, “toc”, y yo retrocedo involuntariamente, no debí, pero lo he hecho, ahora sabe que le tengo miedo y da otro paso más, “toctoctoc”yentoncesyanopuedomásychilloycorroyhuyoyalgo pegajoosoydolordolordolor...

Cuando Mortimer...

...volvió a mirar debajo de su cama, aquellos ojos amarillos seguían allí, observándole sin parpadear.

Grim

¿Has visto al Grim alguna vez? ¿Te lo has encontrado en tu casa nueva, recién estrenada, mientras desembalabas tus cajas y ventilabas las habitaciones?
Tal vez no lo viste, pero él a ti sí. De hecho, te estaba esperando.
Seguro que al abrir un armario y dejar dentro tu ropa, él estaba detrás de la puerta, observándote. Seguro que sonreía con su boca descarnada de payaso cruel. Enseñando sus dientes retorcidos. Seguro que sus pupilas verdes te escrutaron sin que tú te dieras cuenta, mientras silbabas una cancioncilla e ibas ordenando tus camisas por colores.

¿Qué estará pensando el Grim? ¿Qué planes tendrá para ti? Quién sabe.
Tú, mientras tanto, te felicitas por la suerte que has tenido al encontrar este piso tan estupendo. No te preguntas a dónde se fue el anterior inquilino, o si de verdad se fue a alguna parte. Nada te hace sospechar que le ocurriera algo malo. No hay una silueta dibujada con tiza en el suelo, ni manchas de sangre en las paredes. Puede que simplemente desapareciera. Aunque en los dientes del Grim aún quedan restos de algo parecido a carne cruda. Sonríe tanto que es imposible no verlos.

Lentamente, sus manos mugrientas y huesudas aparecen en el borde del armario, agarran la puerta con fuerza y la apartan, para verte mejor. Tú no notas esas pupilas verdes que se te clavan y que lo seguirán haciendo durante días, semanas e incluso meses. Seguirás con tu rutina, comerás, entrarás, saldrás. Puede que alguna noche el Grim se arrastre hasta tu cama mientras duermes y acerque su espantoso rostro al tuyo para olisquearte bien. En ese momento, más te vale no despertar, porque a esa distancia es imposible no verlo, y eso significa la muerte.

Pero no te preocupes, seguro que tu sueño es profundo y pesado. No tiene por qué ocurrirte nada. Haz tu vida normal y, sobre todo, mientras vivas con el Grim, procura resultarle interesante. Asegúrate de que se divierta mientras te observa. No dejes que se aburra de ti o múdate antes de que eso ocurra. De lo contrario, llegará el día en que el Grim decida dejarse ver para hablar contigo. Para pedirte que te vayas. Y eso no te gustará. Imagínate la escena: abres la puerta de tu casa para salir a la escalera y, antes de encender la luz del descansillo, ante ti ves una figura quieta, observándote fijamente, sin moverse. Entonces, cuando tus ojos se adaptan a la luz, ves sus pupilas verdes y tímidas, su sonrisa de payaso cruel, sus dientes afilados y retorcidos. Ves la locura pintada en su rostro. Y tu primer impulso será cerrar la puerta de golpe.
Pero él es más rápido que tú. Por eso normalmente no lo ves.
Y no puede soportar el rechazo... ¿entiendes?

Despertar

- Doctor...
- ¿Sí?
- Vamos a despertar a la paciente número 3.
- Bien.
- Ya sabe que fue criogenizada hace mucho tiempo...
- Sí, pero ya existe un antídoto para el veneno con el que se infectó, ¿cierto?
- Sí, pero... ejem, bueno, hemos pensado en despertarla de la manera menos traumática posible y... y... por eso la hemos trasladado a su antiguo domicilio dentro de su urna criogénica...
- Ajá...
- ... Y creemos que lo mejor es que se persone usted allí para inyectarle el antídoto...
- ¿Yo? ¿Por qué yo?
- Bueno, es usted el médico más guapo de la clínica... Tome.
- ¿Qué es esto? ¿Un disfraz de príncipe?
- Sí, el castillo no está lejos de aquí. Ah, y no se olvide de darle un beso antes de que se despierte del todo. O sospechará...

El guía

Se llamaba “doctor Martín Rehak”, pero, cuando lo pronunció a la manera checa, lo que oímos fue una maraña tan confusa de vocales fugaces y haches aspiradas que aceptamos sin dudar su propuesta de llamarle Patricio durante el resto del viaje. El primer día nos contó que en su juventud había sido medallista en las olimpiadas de Estocolmo, concretamente en la modalidad de triple salto. Y mientras nos relataba su posterior lesión de cadera, una señora de pelo oxigenado y escote generoso dibujó con sus labios rojo pasión una O perfecta, que no se movió hasta que Patricio terminó de resumir su periplo como agregado cultural en las embajadas de Nicaragua, México y Venezuela. “Aunke, como io digo, todo eso susedió nel tiempo de los brantosaurios”, dijo al acabar, y todos nos reímos.

Creo que fue entonces cuando empezamos a cogerle cariño. Al principio no fue nada peculiar. Comentábamos “qué pena que con una carrera tan brillante ahora tenga que ganarse la vida como guía, y tan mayor”. Así que durante las visitas le escuchábamos con respetuosa atención y, en lugar de meterle prisa, procurábamos adaptarnos a su andar renqueante. Pronto las señoras empezaron a hacerse eco de la amabilidad de Patricio, de su discreción, de aquella melancolía muda y tierna que parecía esconderse detrás de sus exquisitos modales.
En nuestras incursiones a la ciudad vieja no nos separábamos de él, y nos movíamos a su alrededor como un rebaño de ovejitas obedientes con cámara. A veces nos señalaba un edificio hermoso a punto de desmoronarse por la falta de financiación y nos contaba que ver aquello le causaba mucho dolor en su corazón. Entonces todos pensábamos “Ooooh” y nos apelotonábamos más en torno a él para consolarle.

Cuando llegamos a Karlovy Vary, ya nos hacíamos fotos con Patricio, le invitábamos a cervezas y le obligábamos a compartir mesa con nosotros en los restaurantes para que no comiera solo. Durante la visita a Cèsky Krumlov, los hombres del grupo decidieron hacer una colecta para darle una propina generosa al final del viaje y la señora del pintalabios rojo le regaló un jersey tricotado por ella. En Passau, las madres empezaron a preocuparse de si nuestro guía tendría familia y de si su trabajo le daría para sobrevivir. La simple visión de un Patricio viejito y solo viviendo en una casita miserable nos provocó tanta inquietud que desplegamos una red de informadores dispuestos a descubrir la verdad.

Así que mi hermana y yo le preguntamos sobre sus inicios como guía mientras recorríamos los pasillos del palacio de Hluboká. Mi madre le pidió información sobre la calidad de vida en la República checa durante un viaje en autobús. Y mi padre levantó la vista del mapa con cara de susto y nos preguntó si estábamos locas el día que aventuramos la posibilidad de adoptar a Patricio como abuelo postizo si al final resultaba estar solo en el mundo. De haberlo intentado, probablemente habríamos tenido que disputarnos su custodia con el resto del grupo, pero, afortunadamente, la señora del pintalabios rojo descubrió que tenía mujer y un hijo tras someterle a un sutil interrogatorio en una tienda de vinos de Moravia.

Nos costó mucho decir adiós a Praga, pero fue mucho más duro despedirnos de Patricio en el hotel y dejarle en compañía de otro enjambre de turistas. “Seguro que no sabrán valorarlo como nosotros”, afirmó con convicción la señora del pintalabios rojo. Y los demás asentimos con la cabeza, viéndolo alejarse.

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(Bueno, y con esto termino la serie de aventuras en Praga, que ya me vale ;-)

Yiddish

Mediodía en el viejo cementerio judío de Praga. Sara apoya la espalda en una de las centenares de lápidas que se apilan en el césped. Hace calor. Suspira.
- ¿Vas a hacer la foto ya, o qué?– pregunta.
Eva frunce el ceño mientras la observa a través del visor de su cámara.
- Aún no, estoy esperando a que se vayan esos dos tipos de ahí– responde.
Los dos ancianos que están detrás de Sara se vuelven y, con una tímida inclinación de cabeza, se apartan a un lado.
- Genial, graaaciaaaaas– canturrea Eva mientras capta la instantánea.
Chac chac.
Sara se incorpora y echa a andar rápidamente hacia la salida.
- Corre, vamos, que mamá y papá ya se van– exclama.
Eva la sigue mientras revisa las fotos almacenadas. Los ancianos miran alejarse a las dos hermanas. El más alto sonríe y habla a su compañero en lengua yiddish.
- Desde luego, estas nuevas cámaras digitales son fabulosas.
- Y que lo digas... ¿te has fijado en que al levantar la vista de la pantalla no ha notado que no podía vernos?
- Estos turistas sólo ven lo que quieren ver. A nechtiker tog!


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(Foto: Eva D.R. Una pena que al final no salieran aquellos fantasmas ;-)

Autoridad

Lo primero que Sara y yo admiramos al llegar a Praga no fueron los edificios, ni el puente de Carlos, ni el reloj de la Plaza vieja. No. Lo primero que nos quedamos contemplando fascinadas fueron las arañas que poblaban la ciudad. Cientos, miles de arañas enormes, oscuras, trepadoras, con patas tan largas y delicadas que casi puedes imaginar cómo crujirían si las pisaras.

Arañas rápidas y temerarias que recorren las calles con la seguridad de un ser humano, sabiendo que los peatones prefieren esquivarlas antes que ensuciarse los zapatos con ellas. Sus telas recubren las antiguas estatuas de piedra, tapizan los arbustos de los parques y adornan las farolas del casco antiguo. Las autoridades las respetan. Apenas se ven moscas ni mosquitos en Praga. Tampoco fumigadores. Las arañas campan allí a sus anchas, sabiéndose dueñas y señoras de la ciudad.

Claro que mi hermana y yo ignorábamos todo esto la primera vez que vimos a una de ellas, gorda y negra, balanceándose en su red. Sara la señaló con una mezcla de repugnancia y curiosidad y se volvió hacia mí. “Mira qué araña más grande. Hazle una foto”, pidió. La araña interrumpió su cacería y permaneció quieta mientras yo disparaba mi cámara. Chac chac. Después quisimos irnos, pero se corrió la voz y en pocos minutos nos vimos rodeadas por las demás arañas. "No pensaréis iros tan rápido...", dijeron mientras chasqueaban sus pequeñas y afiladas pinzas.

Y entonces nos obligaron a retratarlas a todas: solas y en grupo, quietas o haciendo poses en la barandilla del puente. Exigieron ver todas las instantáneas y se quejaron de mi poca pericia como fotógrafa. Por fin, al cabo de una hora, nos dejaron marchar junto con el resto del grupo. Para entonces, casi todas las señoras se rascaban compulsivamente y algunos viajeros se quejaron. Patricio, nuestro guía, se limitó a encogerse de hombros con gesto paciente. “Lo mejor es no molestarlas...”, comentó.
Y continuamos con la visita.

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Foto: Sara Díaz Riobello.

Estrategia

- El secreto está en el silencio. No pronuncie ni una palabra, sólo obsérvele. Obsérvele fijamente sin decir nada hasta que se ponga nervioso. Al principio, cuando le haga sentarse, verá que el sujeto habla con tranquilidad. Le dará información sobre sí mismo, hará algún comentario, confiará en usted. Al cabo de unos minutos, empezará a ponerse nervioso: le preguntará por qué calla, si ha hecho o dicho algo malo. Usted siga en silencio. Pronto, el sujeto notará que ocurre algo extraño, se pondrá más agresivo, probablemente le insultará, exigirá que le explique por qué le ha hecho ir hasta allí, qué es lo que quiere que diga. Usted no conteste nada. Sólo mírele. Haga que se sienta mal. Que se dé cuenta de que usted lo sabe todo. Cuando vea que está a punto de echarse a llorar, no flaquee. Es justo en ese momento cuando debe empezar a interrogarle.
- ¿Y entonces?
- Entonces ya no le ocultará nada. Lo confesará todo: las veces que se ha saltado la dieta, los cigarrillos que se ha fumado, los días que no ha tomado la medicación. Los pacientes son muy mentirosos y los médicos tenemos que darles caña desde el principio, Ramírez, no lo olvide.
- Sí, doctor.

Teoría

- ¿Has entrado ya en la cueva del tiempo, Ned?
- Sí, el otro día hice la prueba, pero me fue tan mal como a los demás...
- ¿En serio? ¿Viajaste al futuro y viste nuestra extinción, como asegura ese tarado de Eddie?
- No, creo que no era el futuro, o al menos espero que no.
- ¿Pero qué viste?
- Poca cosa, aparecí en el fondo de un lago gigante, casi me ahogo. Y cuando conseguí salir, había unos estúpidos monos calvos que se pusieron a chillar y a correr nada más verme. Me largué enseguida.
- ¿Alguna especie conocida?
- No, no había visto nada igual en mi vida, eran feos, blancuchos y muy torpes.
- ¿Te dijeron algo?
- No, sólo gritaban frases incomprensibles: "¡Dersa monster indeleik! ¡Amonster indeleik ness!". Muy primitivos.
- Tal vez nunca habían visto un diplodocus...
- Jaja, qué gracioso. Anda, vamos a comer algo...

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Dedicado a Martha, que me ha regalado un pequeño Nessie por mi cumpleaños ;-)

Leyenda

“Cuentan que, en el principio, los Primeros extendieron su dominio por todo el planeta y dejaron sin colonizar la superficie terrestre, por ser la menos vasta y la menos rica de las tres. Los marinos se adueñaron de los océanos y de sus criaturas, mientras que los celestes se apropiaron de los cielos, los picos y las cordilleras más altas e inaccesibles...

... Durante milenios, ambas razas convivieron en paz y armonía. Y aquellos que se atrevieron a desafiar las estrictas leyes que garantizaban la paz entre los dos mundos fueron severamente castigados y expulsados de sus territorios. A los rebeldes celestes se les cortaron las alas y se les condenó a vagar sin rumbo por la tierra, mientras que a los marinos se les impuso una dolorosa existencia como anfibios en los terrenos inhóspitos de la costa...

...Y así sucedió que se mezclaron los ejemplares más impuros de ambas razas, dando lugar a un nuevo género más agresivo, bípedo y peludo. Aterrados, los marinos y los celestes contemplaron cómo esta nueva especie se propagaba de continente a continente, reproduciéndose, conquistando, guerreando y matando...

Cuando los terrestres, olvidados de sus orígenes, comenzaron a extender su imperio por mar y aire, los Primeros establecieron un nuevo pacto. Durante tres días y tres noches, un gigantesco remolino de agua, semejante a un horrible tornado, permaneció inmóvil sobre un punto situado en el centro del Océano Atlántico. En su seno los emisarios de ambos mundos debatían la manera de protegerse de los terrestres...

... Finalmente, convencidos de que, por su naturaleza salvaje, los terrestres estaban condenados a la extinción, los Primeros decidieron esperar a que el destino siguiera su curso. Los marinos se retiraron a las aguas abisales, donde permanecen sumergidos en una oscuridad eterna. Los celestes volaron hasta las montañas más inhóspitas, donde el blanco de sus alas se confunde con el manto de nieves perpetuas que los rodea...

... Y así fue como los seres humanos, creyéndose solos en el Universo, dejaron de creer en ángeles y en sirenas para relegarles al terreno de la fantasía y de los cuentos, ignorantes de que, algún día, ellos mismos se convertirán en leyenda...”

Roja

Tengo hambre. La anciana esboza una sonrisa tensa mientras se sirve una taza de té. Lleva un elegante traje color crema y el pelo gris recogido en un moño tirante y perfecto. Sus manos blancas de uñas nacaradas dan vueltas a la cucharilla, clingclingcling, creando una melodía que hace juego con el tictac del reloj.

Mi estómago ruge, rompiendo la armonía. Ninguno de los dos dice una palabra y yo cada vez me siento más incómodo. Sé que mi presencia está fuera de lugar, que mis modales son incorrectos y que mi físico no es gran cosa, pero esta vieja ni siquiera se molesta en darme conversación. Detesto su aire santurrón, su actitud despectiva para conmigo.

Mis tripas vuelven a rugir. Ella mira hacia otro lado, fingiendo prestar atención al reloj, su nieta se retrasa, maldita sea esa apestosa zorrilla, por su culpa estoy aquí. Nadie roba a la mujer más rica del pueblo sin quedar impune, ni siquiera su propia familia. Y ahora llega tarde a la cita.

Pateo la alfombra, inquieto. Se supone que iba a ser un trabajo fácil y rápido. Tengo hambre. Una voz cantarina llega desde el otro lado de la puerta, tarareando una canción infantil. “Ahí viene”, dice la anciana. “Ya sabes lo que tienes que hacer. Asegúrate de que no quede ni rastro de ella. Ya nos encargaremos después de los padres, ¿me has oído, lobo? ¿eh? ¿lobo? ¿se puede saber qué estás mirando? ¡lobo! ¡Estate quieto, lob...!”

Contestador

RING! ¡RING!
- Hola, soy Cristina. Deja tu mensaje después de la señal.
¡Biiiiiip!
- Hola, Cris. Soy Raúl. Por favor, si estás ahí coge el teléfono. Cógelo, por favor. Te juro que no sé lo que me ha pasado, no era yo, ¿entiendes? ¿Hola? ¿Estás ahí? Por favor, Cris, perdóname. Sabes que te quiero. Sabes que no puedo vivir sin ti. Perdóname. Es la última vez, te lo juro. ¿Cris? ¡Cristinaaaaaaaaaaaaaaa...! Por favor, por favor, Cris, perdóname, te lo suplico, perdónam... Bip.

¡RING! ¡RING!
- Hola, soy Cristina. Deja tu mensaje después de la señal.
¡Biiiiiip!

- Cris, soy Mario. Tengo a Raúl en el salón llorando a moco tendido. ¿Se puede saber qué coño ha pasado? No consigo que me cuente nada, lo único que hace es gimotear. Ya me tenéis harto con vuestras discusiones de pareja, ¿me entiendes? Harto. A ver si os enteráis: los gays no somos consejeros sentimentales. Lo de nuestra sensibilidad femenina es un puto cuento, ¿estamos? Por Dios, ven y llévatelo de aquí. Bip.

¡RING! ¡RING!
- Hola, soy Cristina. Deja tu mensaje después de la señal.
¡Biiiiiip!

- Cris, soy Marisa. Me he enterado de todo. Maldito capullo degenerado. ¿Dónde estás? Por dios, no hagas ninguna tontería. Si escuchas este mensaje, llámame, ¿vale? Bip.

¡RING! ¡RING!
- Hola, soy Cristina. Deja tu mensaje después de la señal.
¡Biiiiiip!

- Crisi, hija, soy mamá. Acaba de llamarme Raúl y me ha dicho que lo habéis dejado. ¿Es cierto eso? Hija, ¿pero cómo se te ocurre hacer una cosa así? Y encima a tres meses de la boda. Yo ya sé que en una pareja pueden surgir diferencias, y que la convivencia es dura, pero es que... bueno, que sepas que los chicos también lo pasan mal en estas épocas, ¿eh? Y que si Raúl ha tenido alguna aventurilla con otra, pues... seguro que ha sido un desliz sin importancia.
Crisi, hay que saber perdonar los errores... Anda, llámame. Bip.

¡RING! ¡RING!
- Hola, soy Cristina. Deja tu mensaje después de la señal.
¡Biiiiiip!

- Hola Cristina, soy Teresa, de la clínica veterinaria. Escucha, el gato está bien, aunque le he tenido que poner algunos puntos y tardará unas semanas en volver a caminar normalmente. Ah, y... estooo... Si lo que me contaste es cierto, convendría que tu novio se pasara por aquí, porque tal vez habría que ponerle la antirrábica. Venga, adiós. Bip.

La mano

Esta mañana me he despertado con un cosquilleo en mi mano derecha. Era como un hormigueo que la recorría de arriba a abajo, rodeando los nudillos, acariciando los dedos y rozando las uñas, una por una. El médico dice que es normal, que siempre sucede después de una amputación. El enfermo puede notar su mano aunque se la hayan cortado y arrojado al contenedor de desperdicios del hospital.

Mi mujer ha asentido nerviosamente con la cabeza y luego me ha mirado con lástima, con esa mirada de cordero que no soporto. Me he puesto furioso. “Todo esto es culpa tuya, zorra”, pensé, "por haberme pillado la mano con aquella maldita puerta". Después me puse a mirar por la ventana y respondí con monosílabos a sus comentarios durante el resto de la tarde. El cosquilleo no se ha ido en todo el día. Me hubiera gustado rascarme, pero cada vez que levantaba la mano, en su lugar me encontraba con un desagradable muñón.

Es de noche y sigo igual. Cuando no la miro, puedo sentirla. Puedo abrir y cerrar el puño. Puedo hacerle gestos obscenos a mi mujer, que duerme en una silla con su aire de mártir. Chasqueo mis dedos imaginarios y -¡oh, maravilla!- oigo su sonido. Tal vez incluso pueda agarrar algo, si me lo propongo. Mi mirada se posa en una bandeja de instrumentos afilados que alguien ha olvidado en la cama de al lado.

Cojo un bisturí. Sí, lo estoy cogiendo con mi mano derecha. No la veo, pero el bisturí se sostiene en el aire. Miro a mi mujer. Observo el brillo afilado del bisturí. Siento el frío del acero en mis dedos. Sonrío, y lo dejo en la bandeja. Me acerco a mi mujer. Acaricio su barbilla con mi mano derecha y vuelvo a reír. "Esta vez no escaparás", pienso. Y me río al imaginarme las caras de los médicos, mañana. Y el rostro perplejo de los policías.

Mientras la estrangulo, dejo mis huellas bien marcadas en su cuello. Las de mi mano derecha.
Y a ver a quién culpan.

Maldades

"El internado Fletcher era ideal para esos padres demasiado ocupados como para encargarse de sus hijos. La disciplina era férrea y los castigos, duros. Su objetivo era sacar lo mejor de los estudiantes. Los fuertes eran enviados a los equipos deportivos; los listos, a los departamentos de ciencias; los creativos, a los de artes y letras; los gorditos, a las cocinas. Durante una semana se comía estofado de carne. Después, se notificaba a los padres su desaparición..."

"La alumna más hermosa del internado era Meredith Brock. Su padre, un humilde sastre, había hecho grandes esfuerzos económicos para enviarla a estudiar allí, con el fin de que más adelante la admitieran en una universidad prestigiosa. El director del internado habló con él. Por desgracia, Meredith era rematadamente estúpida. Ninguna universidad la aceptaría. Pero había un modo de cumplir el deseo del sastre aprovechando la belleza de su hija. Ahora, la cabeza disecada de Meredith decora la biblioteca de Ciencias de la Universidad de Oxford..."

"La hermana Magdalena era la monja más querida por todas las niñas del internado. Cuando pasaba por el patio de recreo camino de la enfermería, de la que era encargada, muchas alumnas se acercaban a saludarla y a hablar con ella. Le pedían besos, le daban abrazos. Apenas le permitían caminar. Y siempre, antes de que Magdalena pudiera seguir su camino, alguna niña conseguía arrancarle un trozo de cuerpo y llevárselo a la boca, golosa..."

"Charles Perkinson fue el alumno más destacado del internado Fletcher. Su nota media fue siempre de sobresaliente. Era el capitán de los equipos de rugby, fútbol y polo. También lideraba el equipo de ajedrez. Todas las alumnas estaban locas por él, incluida Meredith, a la que desvirgó la noche del baile de graduación. Las universidades más prestigiosas se lo disputaban, pero no llegó a matricularse en ninguna. Sus compañeros de clase lo asesinaron en último curso, hartos de tanta perfección. "Y volveríamos a hacerlo", dijeron a los periodistas..."



Fragmentos extraídos del libro "El internado Fletcher, a true story"

(No está en su librería porque no existe, así que no se molesten)

Té en Sevilla

En la Taberna del Gallo, refugio de proscritos y maleantes, se hizo el silencio al entrar Don Juan Tenorio, azote de honras y seductor incansable de novicias y cortesanas. Se encaminó hacia una mesa con porte garboso, una mano sobre la espada, la otra atusándose el mostacho. Tras él iba su inseparable criado Ciutti, un italiano enclenque de ojos negros. El tabernero sirvió vino, pero Don Juan le detuvo: “Tráeme té”, pidió altanero. El escándalo estalló. Algunos desenvainaron. Don Juan no se hizo esperar. Pero, antes del combate, acarició dulcemente la mano de Ciutti y susurró: “Ahora vuelvo, vida mía”.

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(Feliz Día del Orgullo Gay, jeje ;-)

Solterona

A las 10, la orquesta se arrancaba con las lentas y entonces empezaba el suplicio para Anita. Ya no podía confundirse entre la masa de gente sudorosa y torpe que bailaba alocadamente bajo las luces de la verbena. Era el momento de sentarse en una de las sillas plegables que rodeaban la pista y esperar a que alguno de los muchachos del pueblo la sacara a bailar.
Nunca lo hacían.

El resto de las chicas no duraban mucho quietas, enseguida algún joven las requería. Y entonces Anita se iba quedando sola, como una flor mustia entre miles de sillas vacías, mientras notaba cómo se iban clavando en su espalda las miradas de todas las vecinas. No le hacía falta girarse para verlas, todas gordas, enjoyadas y con exceso de carmín, sentadas en corro y cuchicheando entre bruscas sacudidas de abanico: “Pilar, como siga así, tu niña se va a quedar soltera”, “¿Has probado a decirle que coma más? Que se la ve muy flaca”, “Hija, pero dile que no se quede ahí parada, que se pasee para que la miren”. Y la madre suspiraba y meneaba la cabeza sin decir nada.

Unos metros más allá, la indignación comenzaba a apoderarse de Anita al contemplar las vueltas de peonza de las demás jóvenes –algunas guapas, muchas feas, la mayoría anodinas- que bailaban embobadas en brazos de sus parejas. Ante tamaña injusticia, el rostro se le encendía, sus dientes comenzaban a rechinar y la boca se le curvaba en una mueca de desdén. Entonces tenía que levantarse para calmar su furia, y comenzaba a pasear por la pista con aire altivo. A su alrededor, los pisotones y los aullidos de dolor se multiplicaban, ya que la mayoría de los bailarines perdían la concentración al ver pasar su melena rubia y sus curvas vertiginosas.

Anita sabía que, antes o después de su paseo, se lo encontraría. Siempre era igual. Tarde o temprano el olor a carne asada se hacía más fuerte, la temperatura aumentaba, a alguna señora le daba un sofoco... Entonces se abría un claro en la multitud, y allí estaba él. Su aspecto no siempre era el mismo, pero su elegancia y su apostura eran inconfundibles.

A veces aparecía sentado a una de las mesas, fumando con aire despreocupado; otras, se lo encontraba de pie junto a alguna adolescente, murmurándole palabras indecorosas que la hacían enrojecer. En ese momento, Anita se paraba a una distancia prudencial y lanzaba una mirada suplicante al padre Manolo, que dejaba lo que estuviera haciendo y corría en su ayuda.
Pero nunca llegaba a tiempo.

Él se le acercaba tranquilo, con una sonrisa que dejaba adivinar unos caninos demasiado grandes, y le susurraba al oído: “¿Por qué eres tan testaruda y no te casas conmigo, Anita? Sabes que ningún otro se atreverá a rivalizar conmigo...” Y a ella se le cortaba la respiración, los latidos se le aceleraban, las entrañas se le humedecían y su boca se curvaba para pronunciar un “sí”. Pero lo que en realidad oía era: “¡Vais, vais, vais, fuera bicho!” y el padre Manolo se interponía entre ambos gritando y agitando el crucifijo.

Entonces, con una sonrisa burlona, Lucifer desaparecía en una nube de azufre y el padre Manolo agarraba a Anita por el codo y le decía: “Muy bien hecho, niña, tú resístete, que más vale morir solterona que ir al infierno”.
Después, como es de cristianos poner la otra mejilla, el cura aguantaba sin rechistar el bofetón.

Mi cerebro y yo

Hoy no me apetece escribir un cuento.
Me apetece contaros una realidad mucho más interesante…
Ayer descubrí cuatro cosas.
Bueno, me las enseñaron…
La primera es que los humanos tenemos cuatro cerebros en uno.
El primero es el reptiliano, que se ocupa de nuestra supervivencia.
El segundo es el emocional; el tercero, el racional.
El cuarto, bueno, lo llaman el espiritual, pero no se ocupa de la religión, es más bien… nuestro lado intuitivo. Nos dice cosas…
Se sabe que si una persona gravemente enferma sueña con un ser querido o un pariente fallecido en el pasado, morirá antes de dos días…
Si a un niño menor de seis años muy enfermo le preguntas “¿Cuándo te vas?” y te contesta “el jueves por la noche”, morirá ese día señalado.
Si nuestro cerebro es capaz de intuir claramente cuándo vamos a morir, ¿es tan difícil creer que puede intuir otras cosas? ¿Qué nos va a pasar? ¿Cuándo algo va a salir mal?
Si nuestro cerebro puede intuir el peligro, ¿también puede intuir cuándo la felicidad nos acecha?
Uh, no puedo dejar de darle vueltas…

¿Tuviste miedo cuando...? (y IV)

(Si no sabes de qué va esto, pincha aquí)


... Te despertaste, pero no podías abrir los ojos. Intentaste moverte, pero tu cuerpo no respondía. No oías nada. Podías oler, y olía a pino mojado. Podías pensar, y te preguntaste: "¿Me han metido en una caja? Y si es así, morir... ¿era esto?"

... Notas que no sólo tú te has despertado, también lo ha hecho esa voz irónica que habita tu cabeza y a la que siempre has considerado algo así como tu conciencia (aunque sospechas que, en general, las conciencias de los demás son mucho más educadas que la tuya). “Claro que morir no es esto, estúpido”, gruñe, “despierta de una vez”. En ese momento una sacudida lanza tu cuerpo hacia arriba y tu cabeza choca contra una superficie dura. “Ouch”, gimes. Ahora puedes parpadear, pero sigues sin ver nada. Mueves los dedos de la mano y palpas una superficie suave, como de moqueta, debajo de ti. Mueves los pies, pero topan contra algo sólido. Una vez más, te preguntas: “¿Me han metido en una caja?”, mientras el olor a pino mojado se vuelve cada vez más familiar. Tu conciencia suelta una risilla despectiva. “Vamos, tontaina, tú puedes”, dice. Y entonces identificas ese aroma: ambientador de coche.
Estás en el maletero de un coche.

Carraspeas y, con cierto trabajo, consigues darte la vuelta hasta tumbarte sobre tu barriga. La cabeza aún te duele, pero no sólo por el golpe. Ahora empiezas a recordar: la borrachera con tus amigos en el bar. El paseo hasta la playa. El coche abandonado. La apuesta: “Venga, ¿a que no hay huevos de meterse en el maletero, tíos? ¿Quién se mete?”. La puerta que se atranca y no se abre. El forcejeo con el candado y las maldiciones. Los amigos que se van a buscar ayuda. Y el mareo, el sueño y la resaca.

“Te has quedado dormido, pringao, eso es lo que eres, un pringao”, susurra tu conciencia. Bostezas, cansado. Bueno, ahora sólo queda esperar a que vengan a rescatarte esos colgados, si es que no se han metido en otro bar por el camino, claro. Y entonces tu conciencia suelta otra risilla, malévola. Aunque tal vez no sea tu conciencia, sino tu cerebro, que te odia por ignorarle tanto. “Venga, hombre”, dice, “despierta un poco más... ¿no notas nada raro?”

Aguzas tus sentidos y, sí, es verdad...

El coche está en marcha....

Pero, además, ahora... cae.

Mitología bíblica

Hipótesis 1
La luz del ocaso cae sobre el paraíso terrenal. Dios y el Diablo charlan distraídamente, mientras pasean por la orilla del río. De pronto, al doblar un recodo, encuentran a Adán dormitando, rodeado de manzanas mordisqueadas. Se quedan quietos un momento, observando su barba rala, su tripa prominente y sus genitales ridículos. Al cabo de un rato, Satanás rompe el silencio. “¿Sabes? Yo creo que quedaría mejor si tuviera más pelo en la cabeza y menos en la cara. Y tal vez esos bultos de ahí le favorecerían más si se los colocaras en el pecho”. Dios hace una mueca de aburrimiento. “Haz la prueba si quieres. Es difícil que su aspecto empeore más de lo que está”. “¿En serio, puedo? Entonces, permite que te robe un trocito”. Y, tras palpar con cuidado la costilla de Adán, el Diablo se decide por su dedo índice.

Hipótesis 2:
La luz del ocaso cae sobre el paraíso terrenal. Dios y el Diablo charlan distraídamente, mientras pasean por la orilla del río. De pronto, al doblar un recodo, se encuentran con los restos de una hoguera. Esparcidos a su alrededor hay cáscaras de fruta y huesecillos de animales. Se quedan quietos un momento, observando esos desperdicios que alteran la armonía de la Creación. Al cabo de un rato, Dios rompe el silencio. “¿Ves a lo que me refiero? Son sucios, estúpidos y haraganes. Se pasan el día comiendo, durmiendo y fornicando. No se molestan en hacer nada productivo. Ni siquiera son decorativos. Me pregunto cómo puedo librarme de ellos sin quedar mal”. Satanás hace una mueca de aburrimiento. “Eso es fácil si son tan tontos como dices. De hecho... ¿cómo se llamaba ese árbol que le gusta tanto a Adán?”. “¿Cuál? ¿El manzano?”. Satanás asiente. “Tú cámbiale el nombre y prohíbeles que coman de él. Yo me encargo del resto”.

Hipótesis 3
La luz del ocaso cae sobre el paraíso terrenal. Dios y el Diablo charlan distraídamente, mientras pasean por la orilla del río. De pronto, al doblar un recodo, se encuentran con un grupo de monos tití que juegan en el barro. Varios de ellos han conseguido moldear una montaña informe de lodo y saltan a su alrededor. Al cabo de un rato, Dios los espanta con un bramido. “Acabo de crearlos y ya se construyen ídolos primitivos. Qué vulgaridad”, murmura disgustado. A su lado, Satanás contempla con curiosidad la figura simiesca. Sonríe entre dientes e intercambia una mirada cómplice con Dios. Éste frunce el entrecejo y, por último, suelta una carcajada. “¿Estás pensando lo mismo que yo?”.

Angustia

Cada vez que llego al aeropuerto, por muy corto que haya sido el viaje, me invade esa horrible angustia de no saber si él estará allí, al otro lado de la puerta, esperándome. El trayecto hasta la salida se me hace eterno, y no dejo de preguntarme qué ocurrirá si no viene a buscarme, o peor, si me pierdo. No sé qué haría yo sola en un país extraño sin su eterna compañía.

Después, cuando por fin lo veo allí de pie, ceñudo, pateando el suelo con impaciencia, siento que me inunda el alivio y me noto más ligera, casi etérea, aunque sé que el resto de la gente no me ve así. Siempre hay alguien que se nos queda mirando mientras él me conduce hacia la puerta, siempre con prisa, siempre murmurando “vamos, vamos”, mientras yo corro todo lo que puedo para pasar lo más desapercibida posible, aunque, como decía, siempre hay alguien que nos mira y seguro que piensa que somos una pareja desproporcionada. Él tan alto, ágil y esbelto, y yo bajita y gorda a su vera.

Así que me muestro sumisa y dejo que me arrastre hasta el coche, sabedora de que, aunque no siempre me trate bien, e incluso en ocasiones me golpee, él siente el mismo afecto por mí. Hay días en que me empuja, o me aplasta con brutalidad después de tumbarme en la cama. Pero incluso cuando grita que no puede más conmigo y me amenaza con tirarme escaleras abajo, yo sé que no soportaría perderme, porque soy muy valiosa para él.
No en vano soy una Samsonite auténtica.


Un minuto antes

La muerte le había sorprendido redactando las últimas líneas de su testamento. Sus herederos le encontraron desplomado sobre su escritorio, la taza de té rota y un borrón de tinta ocultando la última frase del documento: “A mi sobrina Elvira, mi tesoro...”. Del resto de la familia no hacía mención. Se inició una disputa sobre si el tesoro era apelativo o sustantivo, si era ella o para ella. Se convocó a los abogados, se llamó a un académico. Mientras, en su dormitorio, Elvira maldecía la rapidez del veneno que, por un minuto de anticipación, iba a dejarla en la ruina.

Filosofía

Elisa, 16 años, morena, complexión mediana, miope y filósofa no consciente, se sitúa en una esquina del aula para analizar la evolución del ser humano desde una perspectiva no darwinista. Se abstrae del caos, entendido aquí no como teoría, sino como cuarenta adolescentes chillando y armando escándalo. Sillas arrastradas, gritos, carreras, persecuciones y risas.

Elisa empieza concentrando su atención en la empollona guapa de pómulos altos. Tímida pero popular. Delgada y tal vez demasiado alta. Piernas frágiles, casi quebradizas. “Eres una hermosa avestruz”, oye que dice una voz dentro de su cabeza. La empollona observa sonriente la juerga de sus compañeros dudando sobre si participar o no. Sus hormonas le piden guerra. Su cerebro no sabe procesar tales excesos. Por fin, se ríe y da un par de saltos torpes, desgarbados, ridículos. “El listo tratando de integrarse en la masa. No es fácil”, piensa Elisa.

Su mirada se dirige hacia una joven pelirroja y regordeta que mira por la ventana, ajena al jolgorio. A Elisa le parece curioso cómo lo que te hace inmensamente popular a los 11 años puede convertirte en una apestada social a los 16. O en una friki. "Ya sabes, cosas como saberse de memoria la banda sonora de La Sirenita o ser experta en la filmografía de Disney”.

Luego observa a la rubia esbelta que coquetea con dos chicos junto a la puerta. Elisa es la única que sabe que la marginada y la estrella de la clase son almas gemelas. No se lo ha contado a nadie. Piensa: “Es sorprendente cómo unos gramos de más en el pecho y el tinte adecuado pueden hacer que la sociedad te acepte, aún sabiendo que coleccionas Barbies y que tu color favorito es el rosa”.

Rosa. Allí está, asintiendo enérgicamente a las palabras de un energúmeno alto, flaco y feo que habla como si estuviera sentando cátedra sobre la vida. “Ah, amigos, la vida”, y la mente de Elisa mastica con furia estas palabras, “es detestable cómo el hecho de que adoptes un aire atormentado e interrumpas cada dos por tres a la profesora de Filosofía para aburrirla con tus ridículos pensamientos te convierta en un sabio fascinante a ojos de los demás”.

Ah, sí, la vida. A veces a Elisa le gusta detenerse en medio de esa carrera frenética para trepar a donde sea y mirar a su alrededor. Luego se baja, derrotada, y piensa que sólo somos pérdidas de tiempo con patas y conciencia. Y que tal vez deberíamos morir. Liberar al mundo de nuestra estupidez. Y siente odio hacia sus semejantes. Especialmente hacia aquellos comprendidos entre los 14 y los 17 años.

Después recuerda que sólo es una adolescente inadaptada. Que sus compañeros crecerán y que todo irá bien.
Se lo han prometido.
Y sigue adelante. Como todos los demás.

Regreso a casa

El comisario se recuesta en su silla y, tras acomodarse, saca un cigarrillo y lo enciende. Mientras exhala el humo, observa a la pálida joven que, sentada frente a él, se retuerce las manos con nerviosismo. Es tan guapa... tan delicada... que siente pena. Antes de llamar al juzgado de menores, piensa, tal vez sea mejor repasar de nuevo esa historia inverosímil.

- Veamos, así que dice usted que ha apuñalado a su exnovio y a la compañera de éste...
- No, se equivoca. No era mi novio. Nunca lo fue.
- Pero usted ha dicho...
- Sí, yo le quería, estaba enamorada de él.
- ¿Y él le había prometido matrimonio?
- Estaba a punto de hacerlo, hasta que apareció ella.
- Entiendo. Entonces fue un crimen pasional.
- No, señor. Yo quería que fueran felices. Pero debía regresar a mi casa.
- ¿Pero, entonces...?
- Necesitaba su sangre para volver, ¿entiende? Sólo les iba a hacer un cortecito mientras dormían, pero se despertaron y empezaron a gritar y...
- Sí, eso ya lo he oído, pero ¿por qué necesitaba su sangre? ¿Y para qué se la restregó por las piernas?
- Oh, pues para deshacerme de ellas, claro –la chica palmea sus vaqueros- Ella me dijo que tenía que hacerlo así cuando se casaran.
- ¿Ella?
- La bruja. Y ahora que ya he recuperado mi voz, tengo que irme a la playa antes de que anochezca, para que el hechizo surta efecto al mojarme. De verdad que siento mucho todo lo que ha ocurrido...

La joven se incorpora y comienza a tararear una canción. Una prueba más de su demencia, piensa el comisario. Hay que arrestarla y encerrarla lo antes posible. Pero, en lugar de eso, sonríe amablemente y la acompaña a la puerta.

Después, se sienta y se duerme. Sueña con peces, con el mar, con lo maravilloso que sería sumergirse en las profundidades del océano...
Y no volver a salir jamás.

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Nota de Eva: De todos los cuentos de Andersen, éste es el que me pone de peor humor. Me parece tan mal que, después de haber renunciado por él a su voz y a su vida, el príncipe abandone a la sirenita, que he decidido revisitar este clásico. Ambientándolo en el siglo XX y con una sirenita algo más avispada, claro ;-)

¿Tuviste miedo cuando...? (III)

(Si no sabes de qué va esto, pincha aquí)




... Estabas solo en casa, viendo la tele. Sonó el teléfono. Lo cogiste, pero no contestaban. Silencio. Colgaste. Minutos más tarde, volvieron a llamar. De nuevo, silencio. La tercera vez, una carcajada resonó al otro lado de la línea. Y la voz dijo: “Estoy detrás de ti...”

Por tu mente cruza un relámpago que dice “EsminoviaomiamigoRaúloelvecinogastándomeunabromaporfavordiosmío” al tiempo que te giras rápidamente esperando que unas manos agarren tu cuello o de un momento a otro el filo de un cuchillo se clave en tu espalda. Pero no hay nadie. El salón está vacío, la tele encendida, el cigarrillo humeando. Los latidos de tu corazón asustado te sacuden violentamente el pecho, bumbumbumbumbum, jadeas y acercas la boca al auricular para insultar a ese bromista cabrón.



Pero, entonces, del teléfono sale un alarido horrible, angustioso, un grito de dolor y terror, golpes, ruido de forcejeo y alguien que chilla “noporfavornoporfavor”. El vello de los brazos se te eriza, un escalofrío surca tu espalda y te quedas sujetando el auricular sin saber qué hacer; gritarle que pare, pero entonces sabrá que se ha equivocado de número y vendrá a por ti; colgar y llamar a la poli, pero qué les vas a decir, ¿que un psicópata te ha telefoneado a ti por error mientras acechaba a su víctima? ¿Que se ha dejado el móvil encendido, en serio, vengan a mi casa a escucharlo, que no tengo botón de rellamada?

Y mientras los gritos, los golpes, la lucha...el “noporfavor” resonando en el auricular...

Y tú ahí, sin saber qué hacer...

¿Colgar, tal vez?

Cuarta parte

La torre

El inspector se arrodilla junto al cadáver de la anciana. Su rostro presenta un enorme cardenal morado junto al ojo izquierdo. “Es evidente que el asesino la golpeó con un objeto contundente y cayó escaleras abajo. No hemos encontrado el arma, aunque está claro que nadie podría sobrevivir a una caída así”, señala el forense. En efecto, la torre tiene una inmensa y estrecha escalera de caracol que se eleva hasta donde alcanza la vista.

La ascensión por las escaleras es lenta y, en ocasiones, los peldaños crujen furiosos como si fueran a derrumbarse de un momento a otro. No hay ventanas ni pisos intermedios. A medio camino, un agente descubre el extremo de lo que parece ser una vieja cuerda trenzada de hebras amarillas y blancas. Siguen el rastro hasta llegar al último piso.

Al entrar, una mujer de mediana edad y rostro ajado, propietaria de la larguísima trenza que han estado siguiendo, les sonríe con amabilidad. “Esa vieja bruja me mantuvo secuestrada durante años”, les cuenta más tarde frente a una taza de té, “y por si fuera poco todos los días me obligaba a cepillarme el pelo cien veces”, añade. El inspector asiente y, al observar de reojo el musculoso brazo derecho de Rapunzel, comprende cuál ha sido el arma homicida.

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(Nota de Eva: Aún sigo con el cuento que os comenté, soy un desastre organizativo :-S)

Telegrama

Querida mamá stop todo bien stop plan funciona stop solterones mordido anzuelo stop mina localizada stop entrada secreta por montaña stop diamantes a miles stop iniciar maniobra distracción stop ciruelas dan diarrea, mejor trae manzanas stop besos stop Firmado: BLNCNVS

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(Nota de Eva: Estoy preparando un cuento que publicaré en breve. Espero que, mientras tanto, este otro os sirva de aperitivo. Besos)

El legado del sueño

Érase una vez una escritora pizpireta y un poco loca llamada Eva que un día escribió un relato titulado "El legado del sueño". Trataba sobre una bella joven llamada Elena, que vivía en un remoto pueblo del Caribe y que tenía el curioso don de poder ver las fantasías de la gente que sueña despierta. Una habilidad que en general podía ser divertida pero, a veces, también engorrosa. Como es uno de mis relatos favoritos y, aunque ganó un premio, se imprimieron copias limitadas, he decidido incluirlo aquí, pero con un link externo porque es demasiado largo. Espero que lo disfrutéis.

(Ah, y si os hace ilusión tenerlo en letra impresa, podéis pedir el libro de cuentos aquí)

Budismo

Soy una bacteria. Me alimento, crezco, me divido. Muero.

Soy un gusano. Me alimento, crezco, repto, me reproduzco. Me comen.

Soy una araña. Me alimentan con restos de otra araña. Crezco. Tejo. Espero. Me alimento. Disfruto. Disfruto cazando. Disfruto comiendo. Un ave me devora. Se envenena.

Soy un pez. No tengo memoria. Ya no soy.

Soy un conejo. Mi madre me alimenta. Luego un granjero. Crezco. Hay alambradas. A veces, se llevan a uno de nosotros. No vuelve. Veo un agujero. Salgo. Prados. Campos. Bosque. Duermo. Como hierba. Vivo. Una tarde mis ojos captan un movimiento descendente. Corro, pero es tarde. Unas garras se me clavan y me elevan. Me matan.

Soy un halcón. Mi madre me alimenta con carne de conejo. Por alguna razón, esto es irónico. Crezco. Aprendo a volar. Cazo. Vuelo. Vivo. Intento alcanzar el cielo, pero no se acaba. Me apareo. Alimento a los polluelos. Les enseño a volar. Mueren dos. Cazan. Yo cazo. Todo se repite una y otra vez. Muero.

Soy un elefante. Vivo en la sabana con mi manada. Mi madre mi alimenta. Me baña. Me cuida. Crezco. Tengo una cría. La alimento. La cuido. La quiero. Caminamos. Comemos. Vivimos. Llegan humanos armados con palos. Nos apuntan con ellos y hacen ruido. Huimos. Protejo a mi cría del ruido. Se abren agujeros en mi piel. Sangro. Caigo. Muero.

Soy un hombre. Crezco. Estudio. Aprendo. Conozco la amistad, el odio. Hago el bien y el mal. Me enamoro. Voy a la guerra. Mato. Me hieren. Antes de morir, pienso en ella.

Soy una mujer. Crezco. Estudio. Aprendo. Quiero, odio, amo. Trabajo. Me enamoro. Tengo hijos. Los quiero, los educo para que no odien. Dos de ellos van a la guerra. Por alguna razón, esto es irónico. Mi hija se queda conmigo. Mis hijos mueren. Sufro. Sólo sufro. Luego olvido. Envejezco. Muero.

Soy un hombre. Crezco. Estudio. Aprendo. Amo a mis semejantes. Amo a mi Creador. Renuncio al mal. Hago votos. Predico mi fe. Fundo escuelas. Creo hospitales. Cuido a los enfermos. Alimento a los pobres. Conforto, rezo, sufro. Vivo. Me quieren y me admiran, pero no cambian. Envejezco. Muero. Me alejo del mundo mientras miles me lloran. Sé que he avanzado un paso. No sé hacia dónde.

Soy un árbol. Siento la vida fluir desde mis raíces hasta mis hojas. Siento la Tierra. Pasan años y años. Pasan décadas, un siglo. Siento el mundo cambiar a mi alrededor, pero yo vivo mirando mi interior. Doy vida, alimento y cobijo a cientos de criaturas. Siento la verdad palpitando dentro de mí. Pasan más décadas. Vivo, crezco, sé. Soy el más alto del bosque. Un rayo cae y yo caigo con él.

Soy madera, soy pasta, soy papel, soy libros. Soy miles de libros. Han dividido todo lo que sé en miles de letras e idiomas diferentes. Me han separado, copiado y dispersado por todo el mundo. Sé lo que quieres cuando me tocas. Sé lo que piensas cuando me abres. Sé lo que sientes cuando me lees.
Ahora sé.

¿Y cuando...? (II)

(Si no sabes de qué va esto, pincha aquí)

Fuiste a la playa. Te metiste en el mar y nadaste hasta no tocar fondo. El agua estaba fresca y en calma. Y, de pronto, algo rozó tu pie. Sí, algo GRANDE rozó tu pie. Otra vez.

“Bueno. Calma. Estamos en el Mediterráneo, ¿no? Es normal que haya pececillos y esas cosas”, piensas. Y, con lentas brazadas, comienzas a dar media vuelta para enfilar la orilla. Avanzas unos metros, pero entonces oyes un chapoteo detrás de ti. Te giras, pero sólo ves burbujitas. No hay duda, alguien te está gastando una broma. Puede que un submarinista chistoso o un niño cabrón con aletas y tubito marca carrefour, te da igual.

Las olas te empujan suavemente hacia un pequeño grupo de rocas que te oculta la orilla. Braceas y oyes un nuevo chapoteo, esta vez a tu izquierda. Te vuelves a tiempo para ver emerger del agua una cola de pez enorme y gris. “¿Tiburones? ¿Delfines? Que sean delfines, por favor”. El corazón te late a mil por hora. Más burbujitas y algo sale del agua. Una cabeza. Rubia. Ojos claros. Piel pálida. Preciosa. Parpadea y te mira con timidez. El corazón ya ni te late. Se ha quedado en estado de shock, como tú. Te agarras a un saliente del arrecife y la vuelves a mirar.

Ella se te acerca y parpadea otra vez. Sus pupilas ambarinas te recorren de arriba abajo. Parece tan desconcertada como tú. Aún no te lo puedes creer. Una sirena. Existen. Puedes notar el vaivén de sus coletazos bajo el agua. Ella alza la mano para tocarte. Ves unos dedos blanquecinos unidos por membranas. No tiene uñas. Te toca el pelo. Ella tiene algas y moluscos enredados en el suyo. Cada vez la tienes más cerca.

Es curioso cómo su proximidad sólo te produce repulsión. La idea de un tronco humano unido a una viscosa cola de pez te da repelús. Permites que te palpe con sus dedos escamosos mientras emite grititos horribles. Observas que en algunas zonas de su cuello la piel es casi translúcida y despide un brillo grisáceo. Puedes ver pequeñas venas azules y verdes. No tiene orejas, así que no te molestas en darle conversación.

Ella sigue dando grititos roncos que hieren tu tímpano. Son casi ultrasonidos, como los de un murciélago. Y, por supuesto, no tienes idea de su significado. La sirena te sonríe y ves dos hileras interminables de dientes puntiagudos, torcidos y terriblemente afilados. Como los de un pez. Te estremeces al tiempo que el agua que os rodea comienza a burbujear. Y entonces comprendes lo que te espera. Lo que grita esa apestosa sirena a sus congéneres.
El almuerzo está listo.

¿Tuviste miedo cuando...? (I)

(Si no sabes de qué va esto, pincha aquí)

Era de noche. Volvías a casa y, al entrar en el portal, un vecino retuvo la puerta y entró detrás de ti. Cuando le miraste bien, te diste cuenta de tres cosas: que no era un vecino, que estabas sola y que la única salida estaba detrás de él...

Vacilas entre llamar al ascensor o subir corriendo las escaleras. ¿Para qué? No tienes tiempo. Por tu mente pasan todas esas películas de terror en las que el psicópata atrapa a la chica tras una larga persecución hasta la azotea. Y después, esas miniseries en las que el chico aparentemente encantador pulsa el botón de stop para bloquear el montacargas y suelta una risotada siniestra. Una voz te interrumpe y te pregunta: “¿Subes?”. Es el desconocido, que te mira entre interrogante y aprensivo mientras sujeta la puerta del ascensor. Entonces te das cuenta de que te has quedado alelada en mitad del portal, con tu cara de pánico, que no te favorece. También te das cuenta de que sí le conoces, es el nuevo novio de la del 3º B, y encima está bueno. Qué vergüenza. “No, creo que mejor subiré por las escaleras”, respondes.
Total, sólo vives en el octavo.

Estabas en un avión. El piloto ordenó a los pasajeros que se abrochasen el cinturón. Os aproximabais a una zona de turbulencias. En ese momento, miraste por la ventanilla y notaste que la hélice de uno de los motores giraba más lentamente de lo normal. Y, justo entonces, se paró...

Te despiertas gritando. Suena un toc-toc en la puerta de tu cuarto y aparece tu padre. “¿Ya estás despierto? Bueno, pues venga, que vas a perder el vuelo”. Se va y tú permaneces tumbado en la cama. Intentas ordenar tus pensamientos. Ser racional. Pero sólo atinas a palpar frenéticamente el cabecero de madera pensando: “Mierda, mierda, mierda”.

Ibas a acostarte, cuando descubriste que había una araña enorme y peluda en tu habitación. No se movía, pero estaba ahí. El techo estaba demasiado alto y no pudiste matarla. Te resignaste. Apagaste la luz e intentaste dormir...

Te quedas dormido. Sueñas con rayas y círculos. Sueñas con patas que se mueven. Sueñas con pinchazos. En algún momento algo te despierta a medias, pero permaneces sumido en una duermevela inquieta. Tu mente consciente se une a la orgía nocturna aportando recuerdos. Sueñas con el email que recibiste hace dos días. Una voz impersonal te recita su contenido. “Hay arañas gigantes que viven en el desierto y que, cuando te pican, te inyectan novocaína, ¿sabías?” Asientes y por tu cabeza desfilan imágenes horripilantes. “Su veneno te deja tan atontado que ni siquiera notas sus mordiscos mientras duermes. Así que, por la mañana, te despiertas sin medio brazo o sin media pierna porque han estado dándose un festín durante toda la noche, ¿genial, verdad?”. “Magnífico, pero ahora quiero despertar”, piensas. Aun así, tardas bastante en hacerlo.
Hasta que oyes los gritos de tu madre.

(Tercera parte)

Hache

Lo peor de todo, piensa la joven, no es que la hayan separado a la fuerza de su familia. No. Ni tampoco que la hayan secuestrado en mitad de la noche, y que la estén conduciendo a tierras extrañas dios sabe con qué intenciones. Lo peor, lo que le revuelve las tripas de sólo pensarlo, es que todo el mundo creerá que la culpa ha sido suya. Que ha accedido de buen grado a fugarse con ese viejo gordo y pretencioso que ahora se pasea por la cubierta del barco rodeado por su corte de correveidiles. La joven tuerce el gesto e ignora su saludo cuando éste se le acerca en compañía de varios de sus cómplices, que agitan copas de vino entre cánticos y berridos. Si tuviera valor, se arrojaría al mar en ese mismo momento para ser pasto de los tiburones, piensa. Pero no lo hará. Seguirá viva aunque sólo sea para arrancarle los ojos a ese cronista vendido, petulante y analfabeto que, a apenas unos metros de ella, está falseando la historia de su tragedia. Ahora es el momento. Nadie mira. Con cautela, escondiendo la daga entre los pliegues de su vestido, la joven se acerca a él y antes de atacarle, ojea rápidamente su manuscrito.
- Omero, grandísimo obtuso, ¿acaso no sabes que Elena también se escribe sin hache?

Soberbia

Domenico Aristide, pintor aclamado, genio de la escultura y discípulo rebelde de Miguel Ángel, se ha retirado de la pugna que desde hacía tres años mantenía con su antiguo maestro para ver cuál de los dos era capaz de crear la figura más hermosa y perfecta.

Sabido es ya en Roma que Miguel Ángel terminó de esculpir hace apenas cinco días el Moisés que ornará la tumba de nuestro papa Julio II. Y los pocos elegidos que han tenido ocasión de ver la obra terminada afirman que su majestuosidad no tiene parangón. Su excelencia Lorenzo de Médicis asegura que la escultura es tan real, que pareciera tener vida propia; de hecho, según los rumores que circulan por la ciudad, al concluir el Moisés, el propio Miguel Ángel, en un gesto que podría calificarse de herético, golpeó la escultura en la rodilla y le ordenó que hablara, perturbado por el realismo de su creación.

También se rumorea que este episodio pudo ser el origen de la misteriosa locura de Domenico Aristide, quien desde entonces permanece encerrado en su palacete y se niega a recibir a nadie. Sus allegados han explicado a las autoridades que, un día después de que se anunciara la culminación del Moisés, Aristide les reveló que su escultura ya estaba casi terminada. Y no volvieron a verle.

Tras enviar varios emisarios a su residencia sin éxito, en la tarde de hoy, el padre Francesco ha conseguido hablar con él. Según nos ha informado, Aristide no come ni duerme desde hace varios días y permanece sumido en un extraño delirio. En la casa no hay indicios de escultura alguna y la única criada que sirve allí, una joven muy bella, pero al parecer sordomuda, no ha sabido indicar al padre Francesco su paradero.

En cuanto a la locura de Aristide, éste parece estar convencido de que ha cometido un horrible pecado, aunque no quiso que el sacerdote lo oyera en confesión. Las únicas palabras que le dijo antes de que abandonara la casa fueron: “A mí me obedeció, padre. Levántate y anda, Venus. Eso le dije”.

Y señaló a su criada.

Dientes

El dentista se inclina sobre su joven paciente. Ajusta la luz de su lámpara y le introduce el pequeño espejo en la boca. Dos hileras de dientes perfectos y blancos se muestran ante él. Como sospechaba, no hay ninguna caries ni indicio de sarro. Una boca ejemplar. Sus ojos sonríen por encima de la mascarilla a la niña que, temblorosa, aguanta la respiración esperando su veredicto.
- Muy bien, Anna, esto está muy bien. Hoy no voy a tener que hacerte ningún empaste, ¿lo ves?
Aún con la boca abierta, la pequeña Anna, de 12 años, esboza algo parecido a una sonrisa. Como muchos otros niños que acuden a la consulta, tiene pánico al torno del doctor Glevin. Cierto que nunca le ha hecho daño y que, al marcharse, siempre la obsequia con caramelos sin azúcar. Pero, por alguna razón, estar cerca de ese hombre le pone la carne de gallina.
- Ya puedes cerrar la boca, Anna. Bebe un poco de agua del grifo si quieres.
- Gracias, doctor Glevin...
- Hans, Anna, a las pacientes veteranas como tú os dejo que me llaméis Hans.
La niña alza la cabeza y suelta una carcajada, mostrando dos pequeños lunares en su cuello. El doctor alarga la mano, le gira la barbilla con suavidad y, a continuación, ojea distraídamente sus incisivos.
- ¿Cómo te va con el nuevo aparato, Anna? ¿Te lo pones todas las noches, como te dije?
- Sí, doc... Hans.
- ¿Seguro? Parece que los caninos se te están volviendo a montar.
- Seguro.
- Bueno, pues entonces ya hemos terminado contigo, ¿ha venido tu hermano?
- Sí, no quería, pero mamá le ha obligado. Está en la sala de espera.
- Muy bien, pues dile que pase. Pero antes...
El doctor Glevin mete la mano en el bolsillo de su bata y saca un puñado de caramelos sin azúcar. El pálido rostro de Anna se ilumina mientras forma un cuenco con las manos para recogerlos.
- Gracias, Hans.
- A ti, Anna, hasta la próxima. Ya sabes, dile a tu hermano que entre.
Cuando la puerta se cierra tras ella, el doctor Glevin emite un breve suspiro y vacía de caramelos sus bolsillos. De un cajón, saca un clavo largo de madera y un martillito. Se los guarda dentro de la bata. Suspira de nuevo. Se siente cansado. Muy cansado. Un débil golpeteo lo saca de su ensimismamiento.
- Adelante.
La puerta se abre y un niño de unos 9 años sonríe tímidamente al doctor desde su escaso metro de estatura.
- Pasa, Peter. ¿Cómo estás?
- Bien.
- Dice tu madre que te duelen los dientes.
- Sí.
- Y que no te dejan dormir por las noches.
- Es que me dan pinchazos.
- Y si te duelen, ¿por qué no querías venir a verme?
El niño le mira con ojos enormes y asustados.
- Me daba miedo.
- ¿Miedo? Si yo estoy aquí para curarte, Peter. Aquí nadie te va a hacer ningún daño. Sólo te voy a quitar el dolor, ¿me entiendes?
Peter asiente con la cabeza, sonriendo. Con aspecto más tranquilo, se acerca al sillón del dentista y se encarama a él con dificultad.
A sus espaldas, el doctor Glevin cierra la puerta y saca del bolsillo de su bata un diente curvo, brillante, especial.
Un diente de ajo.
- ¿Quieres un caramelo, Peter?


¿Tienes miedo cuando...?

... Es de noche. Vuelves a casa y, al entrar en el portal, un vecino retiene la puerta y entra detrás de ti. Cuando le miras bien te das cuenta de tres cosas: que no es un vecino, que estás sola y que la única salida está detrás de él.

... Estás en un avión. El piloto ordena a los pasajeros abrocharse el cinturón. Os aproximáis a una zona de turbulencias. En ese momento, miras por la ventanilla y notas que la hélice de uno de los motores gira más lentamente de lo normal. Y, justo entonces, se para.

... Vas a acostarte, cuando descubres que hay una araña enorme y peluda en tu habitación. No se mueve, pero está ahí. El techo está demasiado alto y no puedes matarla. Te resignas. Apagas la luz e intentas dormir. No se oye nada. Nada. Pero está ahí.

... Vas a la playa. Te metes en el mar y nadas hasta no tocar fondo. Te has alejado de los demás bañistas. El agua está fresca y en calma. Y, de pronto, algo roza tu pie. Sí, algo GRANDE roza tu pie. Otra vez.

... Estás solo en casa, viendo la tele. Suena el teléfono. Lo coges, pero no contestan. Silencio. Cuelgas. Minutos más tarde, vuelven a llamar. De nuevo, silencio. La tercera vez, una voz ríe al otro lado de la línea. Dice: “Estoy detrás de ti...”

... Te despiertas, pero no puedes abrir los ojos. Intentas moverte, pero tu cuerpo no responde. No oyes nada. Puedes oler, y huele a pino mojado. Puedes pensar, y te preguntas: "¿Me han metido en una caja? Y si es así, morir... ¿era esto?"


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*Imagen: "La pesadilla", de Henry Fuseli.

Buenas personas

Puedes leer este relato corregido y remasterizado (me encanta esa palabra :-P) pinchando AQUÍ.

Retrato con sombrilla

El cuadro está en el dormitorio de mi hermana. Antes de que ella naciera, aquella era la habitación de invitados, y el retrato ya estaba allí. No sé en dónde lo compraron mi padres, sólo recuerdo que me pasaba las horas muertas mirándolo cuando era pequeña. Un prado infinito. Una joven vestida de rosa que sujeta una sombrilla. Inclina la cabeza de manera un tanto forzada y mira fijamente el suelo, mientras el viento le agita los cabellos. Rubios. Cabellos rubios. Cómo la envidiaba.

De pequeña yo quería ser rubia y tener los ojos azules. Quería una melena larga y lisa. No aquellos mechones negros y enmarañados que parecían lana de oveja. Cierro los ojos y recuerdo a aquella niña gorda y morena, vestida siempre con petos para disimular la tripa, contemplando admirada el vestido rosa, la sombrilla, el pelo. Luego los abro y me miro en el espejo. Diez años después, nada ha cambiado. La niña gorda y morena ahora es una joven gorda y morena. Con mechas rubias, pero morena.

Ah, pero el cuadro también ha cambiado. Ahora mis ojos lo ven de otra manera. Y, triunfante, me giro y encaro a la joven rubia que, en realidad, tampoco es tan rubia. “Castaño claro”, determino triunfante. Y tampoco está tan delgada, ni su vestido es tan bonito. De hecho, le sobran unos kilos.

Pero lo más gracioso es que ni siquiera es bella. Aunque tiene el rostro inclinado, puedo distinguir perfectamente sus facciones. Sus rasgos marcados, sus ojos demasiado grandes. Tiene la piel oscura y la mirada de zorro. “Tiene cara de chico”, pienso. Asombrada por mi descubrimiento, observo su rostro y murmuro: “Tú también eres fea”.

Entonces, muy despacio -tanto que, por un instante, casi parece lógico-, la chica del retrato levanta la cabeza. Endereza los hombros. Clava sus ojos penetrantes en los míos. Y empieza a chillar.

Chilla tanto, que grito con ella. Me tapo los oídos para no oír sus insultos. La garganta se me cierra y me quedo sin voz para disculparme.

Por fin, se calla. No me atrevo a levantar la cabeza. Miro fijamente al suelo y, aunque una corriente de aire me despeina, no muevo ni un dedo.

El vestido que llevo no me queda bien. Consciente de que me miran, intento meter tripa.

Parte de incidencias

AGENTE: Abelardo Díaz

ASUNTO: Disturbios en la biblioteca

TESTIGOS:

Maruja Fernández, bibliotecaria:
“Todo empezó hace una semana, después de que viniera Pablito a pedirme que lo pasara a la sección de mayores. Lo acompañé a la sala de lectura y lo dejé leyendo. Sólo abandoné mi puesto cinco minutos, agente, y no noté nada raro. Pero al volver escuché como... un batir de olas y... gritos de gaviotas. Y me dije: ‘Si estamos en Palencia, ¿de dónde viene ese ruido...?’”

Manuel Ciprés, director: “Yo estaba trabajando en mi despacho y la vi. Le juro que la vi. Empezó a soplar viento y me levanté a cerrar la ventana. Ahí me di cuenta de que ya estaba cerrada y afuera hacía sol, así que pensé: ‘Manolo, macho, hoy te has pasado con el pacharán”. Y al volver a mi mesa, se abrió el suelo y apareció una... una cola de pez gigantesca... enorme, monstruosa... Vi que se abalanzaba sobre mí y me lancé al suelo. Me cayó encima una tromba de agua. Y después, nada. Silencio.”

Sebastián Sanz, conserje: “Yo sólo digo lo que digo. Y digo que esta mañana, recién entré al cuartito de mantenimiento, salió un hombre vestido de mosquetero. Me dio un guantazo, me apuntó con una espada así de larga y me preguntó que dónde estaba Milady. Así no se puede trabajar tranquilo, oiga.”

Marcos Soto, socio: “¡Carreras de cuadrigas por los pasillos, agente! Lo he visto con mis propios ojos. Estaba en la sección de Terror, cuando de repente aparecen dos tipos vestidos de romanos, montados en carros de caballos y fustigándolos con el látigo así... ¡chas, chas! Torcieron la esquina y desaparecieron. Como lo oye.”

Pablito Risueño, socio: “Yo no he visto nada, señor. Me pareció oír gaviotas el otro día, pero estaba leyendo Moby Dick y creo que me lo imaginé. Pero yo vengo a quejarme de doña Maruja, señor agente, que me ha requisado el carné, me ha enviado a la sección infantil y me ha quitado Los tres mosqueteros y Ben-Hur, que los estaba leyendo. ¿Puede decirle que me los devuelva? Y que me preste el de La guerra de los mundos, vaaaa.”