Dientes

El dentista se inclina sobre su joven paciente. Ajusta la luz de su lámpara y le introduce el pequeño espejo en la boca. Dos hileras de dientes perfectos y blancos se muestran ante él. Como sospechaba, no hay ninguna caries ni indicio de sarro. Una boca ejemplar. Sus ojos sonríen por encima de la mascarilla a la niña que, temblorosa, aguanta la respiración esperando su veredicto.
- Muy bien, Anna, esto está muy bien. Hoy no voy a tener que hacerte ningún empaste, ¿lo ves?
Aún con la boca abierta, la pequeña Anna, de 12 años, esboza algo parecido a una sonrisa. Como muchos otros niños que acuden a la consulta, tiene pánico al torno del doctor Glevin. Cierto que nunca le ha hecho daño y que, al marcharse, siempre la obsequia con caramelos sin azúcar. Pero, por alguna razón, estar cerca de ese hombre le pone la carne de gallina.
- Ya puedes cerrar la boca, Anna. Bebe un poco de agua del grifo si quieres.
- Gracias, doctor Glevin...
- Hans, Anna, a las pacientes veteranas como tú os dejo que me llaméis Hans.
La niña alza la cabeza y suelta una carcajada, mostrando dos pequeños lunares en su cuello. El doctor alarga la mano, le gira la barbilla con suavidad y, a continuación, ojea distraídamente sus incisivos.
- ¿Cómo te va con el nuevo aparato, Anna? ¿Te lo pones todas las noches, como te dije?
- Sí, doc... Hans.
- ¿Seguro? Parece que los caninos se te están volviendo a montar.
- Seguro.
- Bueno, pues entonces ya hemos terminado contigo, ¿ha venido tu hermano?
- Sí, no quería, pero mamá le ha obligado. Está en la sala de espera.
- Muy bien, pues dile que pase. Pero antes...
El doctor Glevin mete la mano en el bolsillo de su bata y saca un puñado de caramelos sin azúcar. El pálido rostro de Anna se ilumina mientras forma un cuenco con las manos para recogerlos.
- Gracias, Hans.
- A ti, Anna, hasta la próxima. Ya sabes, dile a tu hermano que entre.
Cuando la puerta se cierra tras ella, el doctor Glevin emite un breve suspiro y vacía de caramelos sus bolsillos. De un cajón, saca un clavo largo de madera y un martillito. Se los guarda dentro de la bata. Suspira de nuevo. Se siente cansado. Muy cansado. Un débil golpeteo lo saca de su ensimismamiento.
- Adelante.
La puerta se abre y un niño de unos 9 años sonríe tímidamente al doctor desde su escaso metro de estatura.
- Pasa, Peter. ¿Cómo estás?
- Bien.
- Dice tu madre que te duelen los dientes.
- Sí.
- Y que no te dejan dormir por las noches.
- Es que me dan pinchazos.
- Y si te duelen, ¿por qué no querías venir a verme?
El niño le mira con ojos enormes y asustados.
- Me daba miedo.
- ¿Miedo? Si yo estoy aquí para curarte, Peter. Aquí nadie te va a hacer ningún daño. Sólo te voy a quitar el dolor, ¿me entiendes?
Peter asiente con la cabeza, sonriendo. Con aspecto más tranquilo, se acerca al sillón del dentista y se encarama a él con dificultad.
A sus espaldas, el doctor Glevin cierra la puerta y saca del bolsillo de su bata un diente curvo, brillante, especial.
Un diente de ajo.
- ¿Quieres un caramelo, Peter?


¿Tienes miedo cuando...?

... Es de noche. Vuelves a casa y, al entrar en el portal, un vecino retiene la puerta y entra detrás de ti. Cuando le miras bien te das cuenta de tres cosas: que no es un vecino, que estás sola y que la única salida está detrás de él.

... Estás en un avión. El piloto ordena a los pasajeros abrocharse el cinturón. Os aproximáis a una zona de turbulencias. En ese momento, miras por la ventanilla y notas que la hélice de uno de los motores gira más lentamente de lo normal. Y, justo entonces, se para.

... Vas a acostarte, cuando descubres que hay una araña enorme y peluda en tu habitación. No se mueve, pero está ahí. El techo está demasiado alto y no puedes matarla. Te resignas. Apagas la luz e intentas dormir. No se oye nada. Nada. Pero está ahí.

... Vas a la playa. Te metes en el mar y nadas hasta no tocar fondo. Te has alejado de los demás bañistas. El agua está fresca y en calma. Y, de pronto, algo roza tu pie. Sí, algo GRANDE roza tu pie. Otra vez.

... Estás solo en casa, viendo la tele. Suena el teléfono. Lo coges, pero no contestan. Silencio. Cuelgas. Minutos más tarde, vuelven a llamar. De nuevo, silencio. La tercera vez, una voz ríe al otro lado de la línea. Dice: “Estoy detrás de ti...”

... Te despiertas, pero no puedes abrir los ojos. Intentas moverte, pero tu cuerpo no responde. No oyes nada. Puedes oler, y huele a pino mojado. Puedes pensar, y te preguntas: "¿Me han metido en una caja? Y si es así, morir... ¿era esto?"


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*Imagen: "La pesadilla", de Henry Fuseli.

Buenas personas

Puedes leer este relato corregido y remasterizado (me encanta esa palabra :-P) pinchando AQUÍ.