Leyenda

“Cuentan que, en el principio, los Primeros extendieron su dominio por todo el planeta y dejaron sin colonizar la superficie terrestre, por ser la menos vasta y la menos rica de las tres. Los marinos se adueñaron de los océanos y de sus criaturas, mientras que los celestes se apropiaron de los cielos, los picos y las cordilleras más altas e inaccesibles...

... Durante milenios, ambas razas convivieron en paz y armonía. Y aquellos que se atrevieron a desafiar las estrictas leyes que garantizaban la paz entre los dos mundos fueron severamente castigados y expulsados de sus territorios. A los rebeldes celestes se les cortaron las alas y se les condenó a vagar sin rumbo por la tierra, mientras que a los marinos se les impuso una dolorosa existencia como anfibios en los terrenos inhóspitos de la costa...

...Y así sucedió que se mezclaron los ejemplares más impuros de ambas razas, dando lugar a un nuevo género más agresivo, bípedo y peludo. Aterrados, los marinos y los celestes contemplaron cómo esta nueva especie se propagaba de continente a continente, reproduciéndose, conquistando, guerreando y matando...

Cuando los terrestres, olvidados de sus orígenes, comenzaron a extender su imperio por mar y aire, los Primeros establecieron un nuevo pacto. Durante tres días y tres noches, un gigantesco remolino de agua, semejante a un horrible tornado, permaneció inmóvil sobre un punto situado en el centro del Océano Atlántico. En su seno los emisarios de ambos mundos debatían la manera de protegerse de los terrestres...

... Finalmente, convencidos de que, por su naturaleza salvaje, los terrestres estaban condenados a la extinción, los Primeros decidieron esperar a que el destino siguiera su curso. Los marinos se retiraron a las aguas abisales, donde permanecen sumergidos en una oscuridad eterna. Los celestes volaron hasta las montañas más inhóspitas, donde el blanco de sus alas se confunde con el manto de nieves perpetuas que los rodea...

... Y así fue como los seres humanos, creyéndose solos en el Universo, dejaron de creer en ángeles y en sirenas para relegarles al terreno de la fantasía y de los cuentos, ignorantes de que, algún día, ellos mismos se convertirán en leyenda...”

Roja

Tengo hambre. La anciana esboza una sonrisa tensa mientras se sirve una taza de té. Lleva un elegante traje color crema y el pelo gris recogido en un moño tirante y perfecto. Sus manos blancas de uñas nacaradas dan vueltas a la cucharilla, clingclingcling, creando una melodía que hace juego con el tictac del reloj.

Mi estómago ruge, rompiendo la armonía. Ninguno de los dos dice una palabra y yo cada vez me siento más incómodo. Sé que mi presencia está fuera de lugar, que mis modales son incorrectos y que mi físico no es gran cosa, pero esta vieja ni siquiera se molesta en darme conversación. Detesto su aire santurrón, su actitud despectiva para conmigo.

Mis tripas vuelven a rugir. Ella mira hacia otro lado, fingiendo prestar atención al reloj, su nieta se retrasa, maldita sea esa apestosa zorrilla, por su culpa estoy aquí. Nadie roba a la mujer más rica del pueblo sin quedar impune, ni siquiera su propia familia. Y ahora llega tarde a la cita.

Pateo la alfombra, inquieto. Se supone que iba a ser un trabajo fácil y rápido. Tengo hambre. Una voz cantarina llega desde el otro lado de la puerta, tarareando una canción infantil. “Ahí viene”, dice la anciana. “Ya sabes lo que tienes que hacer. Asegúrate de que no quede ni rastro de ella. Ya nos encargaremos después de los padres, ¿me has oído, lobo? ¿eh? ¿lobo? ¿se puede saber qué estás mirando? ¡lobo! ¡Estate quieto, lob...!”

Contestador

RING! ¡RING!
- Hola, soy Cristina. Deja tu mensaje después de la señal.
¡Biiiiiip!
- Hola, Cris. Soy Raúl. Por favor, si estás ahí coge el teléfono. Cógelo, por favor. Te juro que no sé lo que me ha pasado, no era yo, ¿entiendes? ¿Hola? ¿Estás ahí? Por favor, Cris, perdóname. Sabes que te quiero. Sabes que no puedo vivir sin ti. Perdóname. Es la última vez, te lo juro. ¿Cris? ¡Cristinaaaaaaaaaaaaaaa...! Por favor, por favor, Cris, perdóname, te lo suplico, perdónam... Bip.

¡RING! ¡RING!
- Hola, soy Cristina. Deja tu mensaje después de la señal.
¡Biiiiiip!

- Cris, soy Mario. Tengo a Raúl en el salón llorando a moco tendido. ¿Se puede saber qué coño ha pasado? No consigo que me cuente nada, lo único que hace es gimotear. Ya me tenéis harto con vuestras discusiones de pareja, ¿me entiendes? Harto. A ver si os enteráis: los gays no somos consejeros sentimentales. Lo de nuestra sensibilidad femenina es un puto cuento, ¿estamos? Por Dios, ven y llévatelo de aquí. Bip.

¡RING! ¡RING!
- Hola, soy Cristina. Deja tu mensaje después de la señal.
¡Biiiiiip!

- Cris, soy Marisa. Me he enterado de todo. Maldito capullo degenerado. ¿Dónde estás? Por dios, no hagas ninguna tontería. Si escuchas este mensaje, llámame, ¿vale? Bip.

¡RING! ¡RING!
- Hola, soy Cristina. Deja tu mensaje después de la señal.
¡Biiiiiip!

- Crisi, hija, soy mamá. Acaba de llamarme Raúl y me ha dicho que lo habéis dejado. ¿Es cierto eso? Hija, ¿pero cómo se te ocurre hacer una cosa así? Y encima a tres meses de la boda. Yo ya sé que en una pareja pueden surgir diferencias, y que la convivencia es dura, pero es que... bueno, que sepas que los chicos también lo pasan mal en estas épocas, ¿eh? Y que si Raúl ha tenido alguna aventurilla con otra, pues... seguro que ha sido un desliz sin importancia.
Crisi, hay que saber perdonar los errores... Anda, llámame. Bip.

¡RING! ¡RING!
- Hola, soy Cristina. Deja tu mensaje después de la señal.
¡Biiiiiip!

- Hola Cristina, soy Teresa, de la clínica veterinaria. Escucha, el gato está bien, aunque le he tenido que poner algunos puntos y tardará unas semanas en volver a caminar normalmente. Ah, y... estooo... Si lo que me contaste es cierto, convendría que tu novio se pasara por aquí, porque tal vez habría que ponerle la antirrábica. Venga, adiós. Bip.

La mano

Esta mañana me he despertado con un cosquilleo en mi mano derecha. Era como un hormigueo que la recorría de arriba a abajo, rodeando los nudillos, acariciando los dedos y rozando las uñas, una por una. El médico dice que es normal, que siempre sucede después de una amputación. El enfermo puede notar su mano aunque se la hayan cortado y arrojado al contenedor de desperdicios del hospital.

Mi mujer ha asentido nerviosamente con la cabeza y luego me ha mirado con lástima, con esa mirada de cordero que no soporto. Me he puesto furioso. “Todo esto es culpa tuya, zorra”, pensé, "por haberme pillado la mano con aquella maldita puerta". Después me puse a mirar por la ventana y respondí con monosílabos a sus comentarios durante el resto de la tarde. El cosquilleo no se ha ido en todo el día. Me hubiera gustado rascarme, pero cada vez que levantaba la mano, en su lugar me encontraba con un desagradable muñón.

Es de noche y sigo igual. Cuando no la miro, puedo sentirla. Puedo abrir y cerrar el puño. Puedo hacerle gestos obscenos a mi mujer, que duerme en una silla con su aire de mártir. Chasqueo mis dedos imaginarios y -¡oh, maravilla!- oigo su sonido. Tal vez incluso pueda agarrar algo, si me lo propongo. Mi mirada se posa en una bandeja de instrumentos afilados que alguien ha olvidado en la cama de al lado.

Cojo un bisturí. Sí, lo estoy cogiendo con mi mano derecha. No la veo, pero el bisturí se sostiene en el aire. Miro a mi mujer. Observo el brillo afilado del bisturí. Siento el frío del acero en mis dedos. Sonrío, y lo dejo en la bandeja. Me acerco a mi mujer. Acaricio su barbilla con mi mano derecha y vuelvo a reír. "Esta vez no escaparás", pienso. Y me río al imaginarme las caras de los médicos, mañana. Y el rostro perplejo de los policías.

Mientras la estrangulo, dejo mis huellas bien marcadas en su cuello. Las de mi mano derecha.
Y a ver a quién culpan.

Maldades

"El internado Fletcher era ideal para esos padres demasiado ocupados como para encargarse de sus hijos. La disciplina era férrea y los castigos, duros. Su objetivo era sacar lo mejor de los estudiantes. Los fuertes eran enviados a los equipos deportivos; los listos, a los departamentos de ciencias; los creativos, a los de artes y letras; los gorditos, a las cocinas. Durante una semana se comía estofado de carne. Después, se notificaba a los padres su desaparición..."

"La alumna más hermosa del internado era Meredith Brock. Su padre, un humilde sastre, había hecho grandes esfuerzos económicos para enviarla a estudiar allí, con el fin de que más adelante la admitieran en una universidad prestigiosa. El director del internado habló con él. Por desgracia, Meredith era rematadamente estúpida. Ninguna universidad la aceptaría. Pero había un modo de cumplir el deseo del sastre aprovechando la belleza de su hija. Ahora, la cabeza disecada de Meredith decora la biblioteca de Ciencias de la Universidad de Oxford..."

"La hermana Magdalena era la monja más querida por todas las niñas del internado. Cuando pasaba por el patio de recreo camino de la enfermería, de la que era encargada, muchas alumnas se acercaban a saludarla y a hablar con ella. Le pedían besos, le daban abrazos. Apenas le permitían caminar. Y siempre, antes de que Magdalena pudiera seguir su camino, alguna niña conseguía arrancarle un trozo de cuerpo y llevárselo a la boca, golosa..."

"Charles Perkinson fue el alumno más destacado del internado Fletcher. Su nota media fue siempre de sobresaliente. Era el capitán de los equipos de rugby, fútbol y polo. También lideraba el equipo de ajedrez. Todas las alumnas estaban locas por él, incluida Meredith, a la que desvirgó la noche del baile de graduación. Las universidades más prestigiosas se lo disputaban, pero no llegó a matricularse en ninguna. Sus compañeros de clase lo asesinaron en último curso, hartos de tanta perfección. "Y volveríamos a hacerlo", dijeron a los periodistas..."



Fragmentos extraídos del libro "El internado Fletcher, a true story"

(No está en su librería porque no existe, así que no se molesten)