De película

Recuerdo la primera vez que nos vimos, que me vio. Era una mañana aburrida de julio y la boutique estaba desierta, sólo estábamos el encargado y yo. A eso de las doce, él se marchó con la excusa de que tenía que hacer un recado y me dejó sola en la tienda. Suspirando, me acodé en el mostrador y me preparé para aguantar un día tedioso, pero de pronto apareció una pareja joven y, sin hacer caso de mi presencia ni de mi saludo, ambos comenzaron a deambular entre los percheros.

Me fijé primero en la mujer, una rubia delgada y lánguida que parecía a punto de quebrarse por el peso de las bolsas que llevaba. La diseccioné desde mi sitio, sin modificar mi sonrisa, pero calibrándola con cuidado. No tardé en detectarle un inicio de celulitis bajo la minifalda, que también dejaba al descubierto su piel rojiza como la de una gamba. Llevaba unas enormes gafas de sol que no alcanzaban a taparle las ojeras. Sonreí desde mi posición privilegiada, pensando que no era fácil competir conmigo, y entonces la voz del hombre a mis espaldas me sobresaltó. Al girarme, le reconocí de inmediato. Era nada más y nada menos que David Silvan, el protagonista de la telenovela “Amores revueltos”, y me estaba hablando a mí. A mí. Decía: “¿Tenéis este pantalón en un tono más claro?”

Yo le miré embobada, asintiendo con la cabeza como una tonta. David Silvan, el galán de Isabelita Juárez en “Odiar a quemarropa”, la estrella del serial “Morir de desamor”. Estaba allí, me miraba con sus ojos azul intenso, me preguntaba: “¿Sabes qué cinturón combina mejor con este polo?”. Su piel bronceada tenía el mismo tono dorado que cuando cabalgaba desnudo por la playa en la película “Pasión salvaje”, y sus dientes eran tan blancos que hacían daño al sonreír. Lo cierto es que sonreía mucho, y me sonreía a mí, a mí.

Él se metió en el probador con varios trajes y yo seguí llevándole ropa sin parar, mientras la chica rubia se paseaba por la tienda con aire irritado. Todo lo que se ponía le quedaba bien y cada vez que yo le llevaba una prenda nueva, él soltaba una carcajada. “Desde luego, eres una vendedora estupenda”, decía, y después esbozaba una sonrisa irresistible mientras sus ojos azules me recorrían de arriba abajo, como cuando miraba a su amada imposible en “Rebelde por amor”. Y yo me derretía, me derretía, sin poder disimular mi risa nerviosa, hasta que llegó un momento en que no quedaron más prendas que pudiera probarse, el calor nos sofocaba y los dos reíamos excitados por cualquier bobada. Entonces la rubia sacudió unas perchas con enfado y anunció que o salía ya, o se marchaba a casa, y él respondió “sí, cariño”, y volvimos a reír como dos tontos.

Ni siquiera esperamos a oír el portazo, él ya me había agarrado para arrastrarme dentro del probador y los dos nos apretamos en el estrecho cubículo. Nos miramos un momento, conteniendo la respiración. De cerca, sus dientes tenían un brillo irreal, y su cuerpo desprendía un fuerte aroma a whisky y colonia de marca. El corazón me latía desbocado cuando me estrechó entre sus brazos, igual que hacía con Isabelita Juárez ya no me acordaba dónde, y entonces me besó, y su lengua enorme invadió mi boca y comenzó a girar brutalmente, impidiéndome respirar, sobando mis dientes, penetrando en mi garganta, manchando mis labios de saliva. No sé cuánto tiempo duró aquello, pero cuando por fin terminó yo respiré aliviada, sin entender muy bien qué había pasado, ni dónde se habían quedado aquellos besos de película que dejaban a sus compañeras de reparto en éxtasis mientras él seguía recitando su monólogo ante la cámara.

Él comenzó a desabrochar mi blusa, pero entonces oímos de nuevo el ruido de la puerta al abrirse, y yo salí con rapidez. Llegué a tiempo para saludar al encargado antes de que éste sospechara nada, ni siquiera después de que David Silvan saliera del probador con cinco pantalones y siete camisas y anunciara que se lo llevaba todo, sí todo, aquí tiene mi tarjeta, gracias. Cuando le di el ticket, él garrapateó su firma y añadió un número de teléfono debajo. Antes de salir, me hizo un guiño y sus labios articularon en silencio: “Llámame”. Yo asentí, sonriente, y le miré mientras se alejaba por la calle.

Aquella noche compré vino y volví a ver el capítulo final de “Odiar a quemarropa”. Rebobiné la cinta varias veces y durante dos horas vi a David Silvan jurarle amor eterno a Isabelita Juárez. Mientras tanto pensé en la rubia cargada de bolsas llenas de ropa para hombre, y en sus gafas ocultando unas ojeras demasiado grandes para serlo; también pensé en David, en su olor a whisky a mediodía, en el blanco artificial de sus dientes, en su lengua violando mi boca. Arrugué el ticket con su teléfono y me serví otra copa. “Hasta siempre, David”, dije alzándola. Después, sin darme tiempo a arrepentirme, me tragué el papel con ayuda del vino.

Agua

El príncipe no había visto jamás unos ojos tan turbadores. Observó boquiabierto a la joven mientras dejaba que el agua de la cascada empapara sus vestiduras. Ella clavó en él sus pupilas violeta, recorriéndole con avidez, como si estuviera desnudándolo lentamente.
Era tan hermosa… Su melena blanca le caía en graciosas ondas sobre la espalda, dejando al descubierto la piel húmeda de sus senos. Había emergido súbitamente de las aguas mientras él bebía a la orilla del estanque. El príncipe olvidó la cacería, a sus guerreros y a las campesinas toscas de las que solía gozar en sus excursiones. Aquel sí era un bocado real. Su rostro era un óvalo perfecto. Sus labios eran rojos como la sangre de una virgen. El muchacho notó cómo su pulso se desbocaba. No podía esperar, tenía que hacerla suya en aquel mismo instante. Rápidamente, se despojó de su espada y su armadura, y se adentró en el agua. Ella retrocedió asustada, pero no opuso resistencia. Él la estrechó con fuerza y le mordió los labios hasta que sintió en su boca el sabor de la sangre.

Cuando los demás guerreros llegaron al estanque, todo había terminado. Observaron en silencio el cuerpo de la hermosa doncella, que flotaba en el agua con los ojos abiertos en una expresión final de horror y sorpresa. Mientras el príncipe terminaba de colocarse la armadura, sus caballeros hundieron el cadáver y callaron al ver las marcas oscuras de su garganta. El príncipe montó en su caballo y esbozó una sonrisa triunfal. “¡Atrapemos a ese zorro!”, gritó. Los guerreros respondieron con vítores y, tras espolear sus monturas, siguieron a su futuro monarca. No notaron la avidez de su mirada, ni el extraño fulgor que emanaba de sus pupilas violeta.