Encadenada otra vez

Me he vuelto a enganchar al concurso "Relatos en cadena", con poca fortuna por ahora, pero me lo paso muy bien. Os dejo dos botones de muestra para que me critiquéis. Besos!

(Semana 10 de noviembre)

Marinera
Ahora sólo se alimenta de ricachones, la muy víbora. Los atrae cuando sus yates bordean el islote, seducidos por la fragancia de las flores y el runrún delicioso de su canto. Qué hombre no se lanzaría al agua al ver a esa belleza nadando desnuda, la piel cremosa, sus cabellos reluciendo al sol como oro líquido. La cola de tiburón no la descubren hasta que es demasiado tarde, el último braceo, un alarido y un rastro púrpura es todo lo que queda de ellos. Bueno, eso y los yates, claro. Ya tengo tres. Y luego dicen que la pesca es un deporte inútil.


(Semana 17 de noviembre)

Dudas
Mientras me abalanzo sobre ella, los recuerdos cruzan mi mente como una película demencial. El día que mis padres la trajeron a casa, pequeña y temblorosa, recién nacida. La primera vez que la sujeté entre mis brazos para darle el biberón. Aquellas tardes de primavera que bajábamos al valle y ella se escondía entre los arbustos, juguetona, buscando setas y desoyendo mi llamada. Ahora sus ojos oscuros se pierden en los míos mientras aprieto el cuchillo contra su cuello. El resto de la familia aguarda expectante el siguiente movimiento. Mi mano flaquea. El abuelo murmura: "Sabía que no sería capaz de matar a la cerda".

Paradoja

Aquel niño era yo. Por fin. La máquina del tiempo funcionaba. Cuando le agarré del brazo, sus ojos –mis ojos– se abrieron asustados. “No temas”, susurré, “y escucha. Tienes que pedir ayuda, un desconocido va a matar a tus padres”. De un tirón liberó su brazo y huyó de mí, alejándose calle abajo. Era mi turno. Al acercarme a la casa se oyeron gritos. La voz de papá. Un disparo. Corrí hacia la puerta y caí de bruces. Había sangre en el suelo, una pistola y ella, mamá, el camisón desgarrado, una mancha púrpura creciéndole en el pecho. Papá la miraba sollozando desde el sillón. Tragué saliva. “Fuiste tú”, susurré. Él gemía y negaba con la cabeza. “Yo no... yo... ella...”. “Cómo pudiste”, dije agarrando la pistola. Su pecho enorme se estremeció. Ni siquiera me preguntó quién era. Vi un destello de conocimiento en sus ojos, tal vez, antes de recibir la bala. Y entonces oí las sirenas. Varios agentes rodeaban la casa. El niño –yo– me apuntaba con el dedo. Y la última pieza encajaba, por fin, en su lugar.