Manipulaciones

A veces, para escribir un cuento, podemos servirnos de historias conocidas y manipularlas a nuestro antojo hasta cambiar su sentido por completo:

Sabor a manzana
Mientras aguardaba en vano a que su marido regresara de sus cruentas campañas, la reina conjuraba su soledad evocando su juventud tarde tras tarde mientras bebía té de manzana. El primer sorbo dulce le traía el recuerdo de los años felices de su matrimonio. El calor del líquido en su garganta le provocaba las mismas lágrimas que había derramado al no poder engendrar un heredero. Por último, apartando la taza vacía y contemplando en el espejo su piel ya marchita, Blancanieves se preguntaba, con un sabor amargo en la boca, si no habría sido mejor dormir para siempre...

Frutex interdictus
Y Dios creó al dinosaurio a su imagen y semejanza. Le dotó de garras y colmillos, y construyó para él un paraíso en la Tierra. Después, para que no se sintiera solo, le hizo dormir y, quitándole una escama, creó a la dinosauria. Cuando el primero despertó, Dios contempló satisfecho a la pareja. “Podéis alimentaros de todos los frutos del jardín, menos de estos”, advirtió señalando un pequeño manzano. Y así transcurrieron felizmente los siglos. Pero, un día, la dinosauria encontró a un joven cromagnon que arrancaba manzanas del árbol prohibido. “Son para preparar sidra”, explicó él, “¿quieres probar?”.


Tacirupeca
“Sapos, culebras, raíces de hiedra...” El líquido humea mientras la bruja revuelve lentamente la marmita. “Hinojo, estragón, uñas de dragón...” Fuera de la gruta, su nieta aguarda, la mirada perdida en las tinieblas del pantano. “Mosquitos, rapé, diez hojas de té”... Una sombra acecha entre los árboles, sus ojos amarillos fijos en la pequeña. “Belladona, menta, sal y pimienta”. La poción está lista. La bruja llama a la niña, que viste una raída capa roja. “Llévale esto a tu madre. Seducirá al leñador en cuanto lo beba. Toby te acompañará”. Y, a un gesto suyo, el lobo se acerca, sumiso.

Más sirenas

Hubo un tiempo en que era una adicta al microrrelato. Para muestra, tres botones...

Diario del capitán
“Nunca he creído en las sirenas de Homero. Doncellas aladas que atraen con cantos a los marinos para luego devorar sus entrañas. Es absurdo. Y también las sirenas de Andersen. Bellezas con cola de pez suspirando por príncipes náufragos... qué tontería. Pero, ayer, mientras tomaba té en mi camarote, vi una. Nadaba en círculos en el fondo de mi taza y el brillo plateado de sus escamas me hipnotizó. Durante horas, contemplé extasiado su bello cuerpo diminuto y, finalmente, me la bebí. Sabía exquisita, pero hoy he despertado con un horrible dolor de estómago, como si me mordieran por dentro...”

Celos
Pétalos de rosa, jugo de té, esencias marinas... La sacerdotisa aguarda impaciente en su lecho al hombre por quien va a quebrantar sus votos. Los pavos reales del jardín inician un canto angustioso mientras Adonis cruza las puertas del templo. Sus bocas se unen, la lujuria se desata. Anhelantes, entrelazan sus cuerpos bajo la atenta mirada de las estatuas sagradas. No temen. Los dioses no existen... aunque los ojos inertes de Venus parezcan refulgir con ira. Cuando los amantes se separan, exhaustos, depositan ofrendas a sus pies. Pero ya es tarde. Fuera, el volcán de Pompeya ha comenzado a humear.

Hipotermia
La sirena estaba allí. Los cabellos enmarañados flotaban en torno a su rostro de porcelana y la cola emitía destellos de plata en la oscuridad. Sus ojos ambarinos me observaron mientras luchaba por mantenerme a flote. Tendió su mano hacia mí y sus labios articularon una palabra: “Ven”. Supe que era una alucinación provocada por el frío. Su mirada era la tuya cuando me ofreciste por primera vez aquella taza de té: una promesa de felicidad que incumpliste al empujarme por la borda del crucero en nuestro primer aniversario. No tenía sentido continuar. Alargué mi brazo entumecido hacia ella y, de un tirón, dejé que me arrastrara a las profundidades.

Una cuestión de suerte

El enterrador, un anciano de pelo blanco y aspecto bonachón, cava la fosa con dificultad debido al dolor que le produce su espalda encorvada. Fuera del agujero, en el césped, las gotas de lluvia comienzan a repiquetear contra la tapa del ataúd, pero él no las oye. Con los años se ha vuelto un poco duro de oído. Al menos, eso les cuenta a los vecinos del pueblo cuando algo le impide leer sus labios y entender lo que dicen. Porque, en realidad, está completamente sordo. Pero si la comunidad se enterara, lo obligarían a retirarse con una mísera pensión de invalidez. Y no puede consentir eso. Necesita el dinero para pagar un médico. Tiene el corazón débil. Después de su último infarto, necesita controles periódicos y una medicación cara. Un sobresalto de más, y tendrían que enterrarle a él.

Por eso, mientras sale de la fosa, el enterrador sonríe y piensa que, en el fondo, es un tipo afortunado. Tiene suerte de ser más astuto que sus vecinos; suerte de tener un empleo tranquilo y conservar su sueldo. Y la Muerte, que observa la escena sentada en una tumba cercana, no puede estar más de acuerdo con él. Consulta despacio su reloj de arena y agita irritada la guadaña al comprobar que aún tiene varias horas por delante.

Mientras el enterrador empuja el ataúd al agujero, la Muerte piensa con amargura que, si el anciano no estuviera sordo como una tapia, ya habría terminado su trabajo. Ataque fulminante al corazón. Un guadañazo, y a casita. Pero no, hoy no tendrá ese sobresalto de más. Porque su sordera convierte en repiqueteo de lluvia los fuertes golpes en la tapa del ataúd. Y, mientras llena el agujero de tierra, el enterrador no puede oír los pavorosos gritos de la mujer que, desde el interior, chilla: “¡No estoy muerta! ¡Por favor, abran! ¡No estoy muerta!”

En el parque

La adivina barajó las cartas rápidamente. Por un momento creí que algún naipe se quedaría enganchado en una de sus enormes sortijas, pero no fue así. Se le notaba cierta pericia y me pregunté si en otra vida no habría sido crupier, o quizá jugadora profesional. Tal vez perdió todo su dinero en una partida. Tal vez perdió su trabajo y su marido la abandonó, harto de tantas deudas. Pero era una luchadora y no se rendía fácilmente. Así que buscó en el baúl de la ropa vieja las faldas y los chalecos de su época hippie, se ató un pañuelo a la cabeza, se cubrió de bisutería barata y armó un consultorio de tarot en un rincón del Retiro. Se lee la mano, se echan las cartas. Conozca su futuro por 20 euros. Era caro, pero las demás adivinas del parque cobraban lo mismo. Sólo que ella acertaba. O eso decían.

“Antes de elegir las cartas, tienes que concentrarte en lo que quieres saber”, me advirtió. Yo asentí despacio y escogí tres naipes del montón. La adivina puso boca arriba el primero. El del pasado. “Mmmm... la carta de los Enamorados, invertida. Veo un amor desgraciado. Una pareja deshecha a causa de la debilidad de uno de los cónyuges. Veo peleas. Dolor. Una separación”. Creí que me miraría en busca de aprobación, pero giró la siguiente carta sin levantar la vista. El presente quedó representado por la carta del Ermitaño. También invertida. “Veo oscuridad, una traición, engaño... Una persona demasiado tímida e insociable. Una herida que la atormenta. Está sola”. Suspiré y asentí con la cabeza. Todo encajaba perfectamente.

Antes de que voltease la última carta, alargué la mano y la descubrí yo misma. Era la Estrella. La adivina me sonrió. “Esperanza, ayuda inesperada, perspicacia y claridad de visión. Un gran amor será dado y recibido.” Se recostó en su asiento, satisfecha, y escrutó mi rostro en busca de una reacción. Yo me quedé quieta, observándola. Repasé las arrugas de su rostro. Las canas de su cabello mal teñido de caoba. Los pendientes de fantasía. Al llegar a sus ojos, la noté molesta por mi silencio. El servicio había terminado. Debía pagar y marcharme. Hice amago de levantarme, pero me detuve. “Todos los domingos vengo y me concentro en la misma pregunta. ¿No quiere saber cuál es?”, pregunté. La adivina giró la cabeza y contempló a unos turistas que se hacían fotos junto al estanque. “Son 20 euros”, respondió secamente.

Abrí mi cartera y deposité el billete junto a la baraja desgastada. Me alejé con lentitud. Apenas había caminado unos pasos, cuando alguien me tocó el hombro. La encaré de nuevo. De pie, la adivina apenas me llegaba a la altura del pecho y parecía más vieja, más vulnerable.

- Cuánto has crecido...
- Ha pasado mucho tiempo desde que te fuiste.
- ¿Cómo está tu padre?
- Bien, mamá. Ya sabes que te ha perdonado las deudas. Quiere que vuelvas.
- Volveré cuando me devuelva el dinero que me robó con aquella baraja trucada.
- Yo también quiero que vuelvas.

Negó lentamente con la cabeza, sus ojos brillantes. Me acarició la cara y susurró: “Mi Estrellita. Te veré el próximo domingo”.

Me quedé allí, viéndola internarse de nuevo entre los árboles.

Arrójame a las llamas

La cerradura de la puerta cede con un chasquido. El gemido de los goznes se confunde con el maullido quejicoso del gato hambriento, que se enreda entre sus piernas exigiendo la cena. Verónica suspira. Se quita el abrigo. Se desprende de las botas mojadas y lo aparta de un ligero puntapié. “Ahora no, Gargamel”. La mirada suplicante del animal la persigue hasta que cierra la puerta de su cuarto. No quiere interrupciones. Es la hora del ritual. Su ritual.

La nota estaba encima de la mesa de la cocina. “Al final no puedo acompañarte a lo del viernes. Tenemos que hablar. Te llamo”. La hoja era color crema. La tinta, negra. La escritura, firme. Un buen pulso denota seguridad en quien escribe. Una decisión irrevocable. Tenemos que hablar y no hay vuelta atrás. Quedaremos a tomar un café y te explicaré mis razones. Pausadamente, con argumentos impecables. Tú me mirarás seria, asintiendo, con la mirada brillante, aunque no llorarás. En un momento dado, te disculparás para ir al servicio y regresarás ocho minutos más tarde, con la nariz roja y los ojos secos. Yo te observaré preocupado y te preguntaré ¿estás bien? Aunque en realidad estaré pensando en otra cosa, en el informe que tengo que entregar el jueves o en esa secretaria rubia que siempre coquetea conmigo. Después pagaré la cuenta, me levantaré, te miraré con un simulacro de cariño, de esos que hacen dudar de si realmente acaba de ocurrir lo que ha ocurrido, y me despediré. Y no te llamaré más. Ya puedes esperar sentada, pequeña. Esto se ha terminado.

Verónica se mira en el espejo. El fuego de la chimenea hace bailar las sombras en su rostro de nácar. Se ha soltado el pelo y ahora cae sobre su espalda, largo y negro, como la cola de Gargamel, como los trazos de su firma. La gente lo llama leer entre líneas, pero ella siempre ha ido más allá. Sabe qué acababa de desayunar él cuando arrancó la hoja del cuaderno. Sabe qué canción canturreaba mientras elegía el color del bolígrafo. Sabe cuál es el futuro que encierran tres frases garrapateadas con prisa a las nueve de la mañana de un lunes negro. Suspira. Coge un muñeco. Lo observa. Lo acuna. Acaricia su cabeza.

No ha cogido el teléfono porque se está haciendo la dura. Pero bueno, si no lo hace, allá ella. Después que no diga que no he intentado arreglar las cosas de manera civilizada. Hablarlo como adultos. Agh. Malditos riñones, llevan toda la tarde pinchándome, debe de ser por el tenis. Le preguntaré a la secretaria si tiene paracetamol y de paso la invitaré a tomar algo. El viernes.

Verónica está triste. Odia hacer estas cosas. También odia saber leer entre líneas y escuchar a distancia. Odia poder ver con los ojos cerrados. Odia ese traje hortera que lleva puesto la secretaria. Odia su culo respingón y su risa de falsete. Le crispa tanto que se ha clavado la aguja en el pulgar. Deja al muñeco sobre la chimenea, con los otros cinco. Los contempla malhumorada, cada uno en un estado más avanzado de decadencia. El sexto apenas se tiene en pie, atravesado con alfileres. ¿Cómo te llamabas? No lo recuerdo, pero da igual. Llegó tu hora. Se acabó tu dolor. El que me causaste también. Y sé cómo quieres morir. Me lo dice tu mirada. Arrójame a las llamas.

A varias manzanas de distancia, la secretaria interrumpe su risa estridente para mirarlo.
“¿Estás bien?”
“¿Eh? Sí, no te preocupes. Me ha parecido escuchar un alarido.”

Verónica se acaricia el pelo y sonríe. Contempla su colección de muñecos. Alarga la mano hacia el costurero.

Imagínate

“Imagínate que fuera cierto. Imagínate que la más mínima partícula del Universo tuviese vida y que todo estuviera conectado entre sí. Imagínate que cualquier objeto inanimado poseyera en sí mismo una vida en potencia. Imagínate que realmente tú y la lámpara del salón tuvieseis un tipo de conexión más allá del “apago y enciendo el interruptor”. En otras palabras, ¿te acuerdas de cuando jugabas de pequeño con tus muñecos y les hablabas? Bueno, imagínate que realmente te estaban escuchando, porque entonces todas aquellas estúpidas sonrisas de plástico cobrarían sentido...

No, no te rías así y escúchame, ¿vale? Imagina por un momento que, igual que ocurre en esos dibujos animados de Disney, los objetos también tienen vida y se comunican entre ellos. Vale, pues ahora imagínate que tú eres una especie de módem que activa esa conexión, que cuando llegas a tu casa del trabajo, cansado, entras en tu habitación, enciendes las luces y tiras la chaqueta sobre la cama, tu irrupción provoca una especie de estremecimiento en ese cuarto que hasta entonces estaba vacío de vida. ¿No lo has notado nunca? Yo sí. Como una especie de rumor, como si la habitación despertase, un día lo sentí mientras me aflojaba la corbata, de pronto sentí como si hubiese alguien más allí, y me dirás que a lo mejor son fantasmas, pero yo no creo en fantasmas, creo en los objetos que hay en mi habitación, creo que me notan, me sienten y me odian. No, no me odian, se divierten conmigo. Yo lo sé. Hacen experimentos.

Fue el armario el que lo empezó todo, ¿sabes? Fue por pura casualidad, por pura empatía. Yo me estaba estirando después de un día agotador, tenía la espalda hecha polvo, y entonces detrás de mí escuché aquel crujido espantoso, como si el armario gimiera igual que yo. Y pegué un salto descomunal, me giré y no vi nada, la habitación se quedó muda, no esperaban esa reacción. Sí, si, ellos no esperaban que me asustase. Pero les hizo gracia, ¿sabes? Cuando salí de mi cuarto, me pareció escuchar como un rumor... De acuerdo, pudo ser cualquier cosa, pero... ¿y si se estaban riendo? Porque le han cogido el gusto a esto de sobresaltarme. Al día siguiente, el armario volvió a hacer ese ruido, como si se estirara, pero ya no me asusté. Eso les decepcionó... ¡y ahora se turnan! ¡Se turnan para darme miedo! El lunes cayó un libro de mi estantería. Solo. El martes, la puerta chirrió sin que la tocara. El miércoles la bombilla parpadeó varias veces, con ese chisporroteo horrible... Ayer, mientras dormía, mi cama, bueno, era como si vibrara, como si se estuviera riendo de algo, algo gordo que me tienen preparado...

Lo digo porque hoy no he podido salir de mi habitación, ¿sabes? La puerta está atrancada. No tiene cerradura, ni pestillo, ni nada, pero no se abre. Mi compañero de piso ha ido a buscar ayuda, pero no sé si llegará a tiempo. Es que desde hace un rato se oyen ruidos raros en la habitación, ¿sabes? Chirridos, susurros, crujidos, chasquidos... No me atrevo a tocar nada y estoy aquí parado, de pie, en medio de mi cuarto. Tengo miedo de moverme. Aunque, no sé, el armario sí parece que se ha movido unos centímetros. O tal vez resulta que tengo claustrofobia y no lo sabía. Tendría gracia, ¿eh? Bueno, sea lo que sea, gracias por escucharme. Necesitaba contarle todo esto a alguien... Por si me pasa algo antes de que se acabe el saldo de mi móv...”


[Escucha este relato en audio]

Tengo que terminar este relato algún día

Bueno, este es el comienzo de un relato que empecé hace ya varios siglos y que aún no he terminadooooooo!! Mientras me llega la inspiración, aquí tenéis el primer párrafo en exclusiva para todos mis fans (es decir, esos entrañables cuatro gatos). En fin, ahora que lo releo, igual es un poco cursi...

"Cada vez que alguien se lo rompía, ella recogía con cuidado todos los pedazos de su corazón y se sentaba en un rincón de la cocina a remendarlo pacientemente. Escogía la aguja con precaución, mirando que no fuese demasiado gruesa, pues dejaba señales; ni demasiado fina, ya que podría quebrarse en dos y causar más dolor del necesario. Además, el hilo debía ser resistente e invisible, para que no se notasen las hebras que cruzaban de un ventrículo a otro, uniendo en intrincado dibujo el bien más preciado de su vida. Una vez elegidos los materiales de su costurero, se acomodaba las gafas, se acercaba a la chimenea para aprovechar el calor, e iniciaba la penosa tarea de recomponer los trozos, antaño hermosos y hoy marchitos, de sus entrañas."