Era la octava adolescente que amanecía pendiendo de una soga, pálida, los labios morados y una nota incoherente bajo sus pies fríos, palabras garrapateadas con prisa antes de saltar. La epidemia se extendía por el pueblo como una enfermedad. Dos chicos en verano, cinco en otoño, y la última pocos días antes de nochebuena.
Los viejos del lugar culpaban al bosque, hay voces, decían, susurros inaudibles que murmuran al oído de los niños cuando penetran en la oscuridad, las noches frías, buscando un escondrijo donde acariciarse en silencio. El bosque habla, dijeron al inspector llegado de la capital, las hojas huelen a podrido, las ramas crujen como huesos quebradizos y el viento canta sobre la muerte en las noches de otoño.
El inspector sonreía, burlón, ante aquellos cuentos de vieja, y mientras, interrogaba a los padres, a los amigos, los novios, buscando una hermandad secreta de suicidas, una página oculta en la red que invitara a los chicos a saltar y ser libres. Probad el tacto áspero de una soga, trenzadla en nudos imposibles, poneos un collar hecho de cuerda.
En nochevieja fue otra joven la que saltó, pero desde un puente cercano. Algunos policías lloraron al ver su melena rubia flotando en el agua verdosa. Ya la nieve cubría el bosque como una telaraña de hielo, el viento escarchaba los cristales y dos niños hallaron una mano rígida brotando del suelo mientras construían un muñeco de nieve. Acudieron con palas y descubrieron a otro chico, apenas trece años, se había tumbado a dormir en mitad de la ventisca, cerca del bosque.
Los policías cercaron la maraña de árboles.El inspector se asomó a la oscuridad, la noche caía tan pronto en aquel lugar que el sol apenas era un recuerdo difuso. Alumbró con su linterna el camino cubierto de nieve. Algunos pájaros oscuros levantaron el vuelo. Inspector, le llamaron, hay que avisar a las familias. Id vosotros, respondió, y se adentró en el bosque, dispuesto a desentrañar aquella epidemia de ahorcados.
Caminó hasta que las últimas luces desaparecieron, hasta que el silencio y la negrura le envolvieron como un mar de aguas abisales. Los troncos de los árboles frenaban su marcha, la maleza era cada vez más espesa y las ramas se curvaban en rostros demenciales, juzgándole, burlándose, silbando en el viento helado, susurrando el próximo sacrificio, el próximo tronco retorcido que nacería del barro en su lugar, risas, viento, el olor de la madera podrida enturbiando el aire.
Lo encontraron a la mañana siguiente, con las piernas hundidas en la tierra y los brazos alzados al cielo, intentando escapar. Los policías le buscaron durante todo el día, pero al hallarlo pasaron de largo, y el caso se cerró con un interrogante más. Ninguno escuchó su grito silencioso. Nadie reconoció su rostro tallado en la madera carcomida.