Ayer conocí por fin a la hija de los vecinos. Hace dos días que mamá me dijo: “La familia que se muda a la casa de al lado tiene una niña de tu edad, ¿qué bien, no?” Y yo la miré con disgusto, siempre me irrita cuando me habla en ese tono. Yo no soy ninguna niña, tengo ya quince años. Todos los chicos del barrio se han dado cuenta, ahora me miran cuando paso por la plaza a comprar el pan, sé que lo hacen aunque finjo ignorarles, y hasta papá se ha dado cuenta también, porque él me vigila por la ventana hasta que vuelvo, no quiere que me pare a hablar con el Chapas, que ya me ha invitado un par de veces a dar un paseo en su coche. No es guapo, el Chapas, lleva siempre la barba sin afeitar, y es más mayor que yo, pero tiene esa mirada de fuego que me hace temblar las piernas de gusto cada vez que lo veo.
En esas estaba yo aquella tarde, pensando en los ojos del Chapas, y en sus músculos, y en sus manos grandes y sucias de trabajar en el taller, cuando mamá vino y me contó lo de la hija de los vecinos, y me sonrió muy contenta, como si se alegrase de que por fin yo fuera a tener una amiguita para jugar. Me irrité y me marché a mi cuarto, a pensar en el Chapas sin interrupciones, y desde la ventana pude ver un camión de mudanzas frente a nuestro adosado y a una pareja que discutía. Me parecieron más jóvenes que mis padres. Él era alto, llevaba gafas y tenía el pelo negro un poco canoso. Tenía cuerpo de atleta. Ella llevaba el pelo rubio recogido en un moño despeinado y gritaba. No vi a su hija por ninguna parte. Me tumbé en la cama dejando que el sol que entraba por la ventana me acariciase la piel. Cerré los ojos. Las voces llegaban amortiguadas desde la calle.
- …tantas mudanzas, voy a volverme loca…
- …nuevo comienzo… volver a empezar…
- …El doctor dijo… la niña… estabilidad…
- …Todo irá bien… muy bonita, ¿no?
- ¿… me quieres?
Desperté varias horas después, me había quedado dormida con la ropa puesta. Sudaba. Me desvestí y dudé entre ponerme el pijama o no. Hacía calor. Pensé en acostarme sin ropa, sentir el roce de las sábanas frescas sobre la piel desnuda. Estaba mal, seguro, y la idea me gustó. Entonces escuché aquel golpeteo rítmico, del otro lado. Un ritmo constante y pausado. Acerqué mi rostro a la pared y contuve la respiración. Escuché entonces los gemidos, los jadeos, y un hombre que respiraba fuerte, y susurraba, y subía y empujaba con furia, y una mujer que suspiraba en voz baja. Sin quererlo había apretado todo mi cuerpo contra la pared y sentía aquel golpeteo frenético en mi carne, pensaba en el Chapas, en el nuevo vecino, en los ojos de fuego, y de pronto el hombre gritó y yo me aparté de la pared, asustada. Un muelle chirrió varias veces.
- Te quiero, te quiero –dijo la voz del hombre.
Hubo una pausa.
- Creo que está enferma por nuestra culpa...
- Está bien, está dormida, déjala descansar.
- El doctor dijo…
- ... ya no puedes hacer nada.
- No, no puedo.
- ... empezar de cero, ¿sí o no?
- Pero…
- Pronto habrá terminado todo. Nos mudaremos de nuevo si hace falta.
- No está bien…
- Bésame – pidió el hombre.
Ya no escuché nada más. Me costó dormirme esa noche. Ayer por la mañana anduve como sonámbula hasta que mamá me mandó a por el pan y fui dando un paseo hasta la plaza. Allí estaba el Chapas con los demás chicos. Y había una chica hablando con ellos. No me costó mucho adivinar quién podía ser. Tenía el pelo rubio, como su madre, aunque lo llevaba suelto. Cuando me acerqué noté que era muy guapa, más que yo. El Chapas también se había dado cuenta y la miraba con sus ojos oscuros y brillantes, como si quisiera devorarla allí mismo. No parecía muy enferma, y me pregunté qué tendría. Ella se giró hacia mí.
- Hola, tú debes de ser Laura, ¿no? Yo soy Noelia, vivo en la casa de al lado.
Yo ignoré su mano tendida, sólo observaba cómo los ojos del Chapas la recorrían lentamente. A mí nunca me había mirado así. Me dolía el pecho de pura rabia. Quise avergonzarla, dejarla en evidencia de algún modo. La encaré bruscamente.
- Sí, lo sé. Tus padres tienen su habitación junto a la mía y son bastante ruidosos. Anoche casi rompieron la cama.
El Chapas abrió mucho los ojos y se giró hacia mí sorprendido. Hubo alguna risilla entre los chicos. La sonrisa de ella se había congelado, pero me mantuvo la mirada, azul e inexpresiva.
- Creo que lo imaginaste – respondió con calma-. Mis padres duermen en el lado que da al jardín. Mi madre está enferma y necesita silencio.
Yo noté que mis mejillas se encendían y aparté la mirada. Los recuerdos de la noche anterior se arremolinaron en mi cabeza. La oí despedirse. Yo seguí mi camino. No quería mirar al Chapas, me sentía avergonzada, no sabía por qué. Seguro que me mintió para darme una lección. Al fin y al cabo no está bien escuchar detrás de las paredes. Ni dormir sin pijama.