Retorno
Estoy tan harta de depilarme, que decido ir al gimnasio con mis axilas exuberantes y piernas de mamut: húmeda, primaria, feroz. Mi piel es un río de leche donde se mecen juncos milenarios y oscuros. Todos los ojos se posan en mí cuando entro triunfal y me dirijo sin prisas hacia la sala de máquinas. No más aerobic, ni pilates. No más delicadeza y tacto de terciopelo. Levanto pesas, gruño mientras mis bíceps se contraen. Las otras mujeres me observan desde la cristalera, hipnotizadas, aspirando con avidez el sudor que desciende entre mis pechos de granito. Hago flexiones, separo mis muslos y la visión borrosa de mis rizos púbicos las enardece. Poco a poco van entrando, con la mirada encendida y hambrienta. El rubito depilado que corre en la cinta es el primero en caer. Golpean a sus elegidos y los arrastran sudorosas hacia los vestuarios. Algunas vuelcan los aparatos y danzan a su alrededor entre cánticos bárbaros. Me miran ansiosas, buscan al líder de la manada. Y yo palpo lentamente mi cuerpo hasta reencontrar por fin ese tacto primario que creía olvidado, mientras una voz ancestral me susurra que encienda una hoguera, busque un palo afilado y salga afuera a explorar lo desconocido.