Arrójame a las llamas

La cerradura de la puerta cede con un chasquido. El gemido de los goznes se confunde con el maullido quejicoso del gato hambriento, que se enreda entre sus piernas exigiendo la cena. Verónica suspira. Se quita el abrigo. Se desprende de las botas mojadas y lo aparta de un ligero puntapié. “Ahora no, Gargamel”. La mirada suplicante del animal la persigue hasta que cierra la puerta de su cuarto. No quiere interrupciones. Es la hora del ritual. Su ritual.

La nota estaba encima de la mesa de la cocina. “Al final no puedo acompañarte a lo del viernes. Tenemos que hablar. Te llamo”. La hoja era color crema. La tinta, negra. La escritura, firme. Un buen pulso denota seguridad en quien escribe. Una decisión irrevocable. Tenemos que hablar y no hay vuelta atrás. Quedaremos a tomar un café y te explicaré mis razones. Pausadamente, con argumentos impecables. Tú me mirarás seria, asintiendo, con la mirada brillante, aunque no llorarás. En un momento dado, te disculparás para ir al servicio y regresarás ocho minutos más tarde, con la nariz roja y los ojos secos. Yo te observaré preocupado y te preguntaré ¿estás bien? Aunque en realidad estaré pensando en otra cosa, en el informe que tengo que entregar el jueves o en esa secretaria rubia que siempre coquetea conmigo. Después pagaré la cuenta, me levantaré, te miraré con un simulacro de cariño, de esos que hacen dudar de si realmente acaba de ocurrir lo que ha ocurrido, y me despediré. Y no te llamaré más. Ya puedes esperar sentada, pequeña. Esto se ha terminado.

Verónica se mira en el espejo. El fuego de la chimenea hace bailar las sombras en su rostro de nácar. Se ha soltado el pelo y ahora cae sobre su espalda, largo y negro, como la cola de Gargamel, como los trazos de su firma. La gente lo llama leer entre líneas, pero ella siempre ha ido más allá. Sabe qué acababa de desayunar él cuando arrancó la hoja del cuaderno. Sabe qué canción canturreaba mientras elegía el color del bolígrafo. Sabe cuál es el futuro que encierran tres frases garrapateadas con prisa a las nueve de la mañana de un lunes negro. Suspira. Coge un muñeco. Lo observa. Lo acuna. Acaricia su cabeza.

No ha cogido el teléfono porque se está haciendo la dura. Pero bueno, si no lo hace, allá ella. Después que no diga que no he intentado arreglar las cosas de manera civilizada. Hablarlo como adultos. Agh. Malditos riñones, llevan toda la tarde pinchándome, debe de ser por el tenis. Le preguntaré a la secretaria si tiene paracetamol y de paso la invitaré a tomar algo. El viernes.

Verónica está triste. Odia hacer estas cosas. También odia saber leer entre líneas y escuchar a distancia. Odia poder ver con los ojos cerrados. Odia ese traje hortera que lleva puesto la secretaria. Odia su culo respingón y su risa de falsete. Le crispa tanto que se ha clavado la aguja en el pulgar. Deja al muñeco sobre la chimenea, con los otros cinco. Los contempla malhumorada, cada uno en un estado más avanzado de decadencia. El sexto apenas se tiene en pie, atravesado con alfileres. ¿Cómo te llamabas? No lo recuerdo, pero da igual. Llegó tu hora. Se acabó tu dolor. El que me causaste también. Y sé cómo quieres morir. Me lo dice tu mirada. Arrójame a las llamas.

A varias manzanas de distancia, la secretaria interrumpe su risa estridente para mirarlo.
“¿Estás bien?”
“¿Eh? Sí, no te preocupes. Me ha parecido escuchar un alarido.”

Verónica se acaricia el pelo y sonríe. Contempla su colección de muñecos. Alarga la mano hacia el costurero.

Imagínate

“Imagínate que fuera cierto. Imagínate que la más mínima partícula del Universo tuviese vida y que todo estuviera conectado entre sí. Imagínate que cualquier objeto inanimado poseyera en sí mismo una vida en potencia. Imagínate que realmente tú y la lámpara del salón tuvieseis un tipo de conexión más allá del “apago y enciendo el interruptor”. En otras palabras, ¿te acuerdas de cuando jugabas de pequeño con tus muñecos y les hablabas? Bueno, imagínate que realmente te estaban escuchando, porque entonces todas aquellas estúpidas sonrisas de plástico cobrarían sentido...

No, no te rías así y escúchame, ¿vale? Imagina por un momento que, igual que ocurre en esos dibujos animados de Disney, los objetos también tienen vida y se comunican entre ellos. Vale, pues ahora imagínate que tú eres una especie de módem que activa esa conexión, que cuando llegas a tu casa del trabajo, cansado, entras en tu habitación, enciendes las luces y tiras la chaqueta sobre la cama, tu irrupción provoca una especie de estremecimiento en ese cuarto que hasta entonces estaba vacío de vida. ¿No lo has notado nunca? Yo sí. Como una especie de rumor, como si la habitación despertase, un día lo sentí mientras me aflojaba la corbata, de pronto sentí como si hubiese alguien más allí, y me dirás que a lo mejor son fantasmas, pero yo no creo en fantasmas, creo en los objetos que hay en mi habitación, creo que me notan, me sienten y me odian. No, no me odian, se divierten conmigo. Yo lo sé. Hacen experimentos.

Fue el armario el que lo empezó todo, ¿sabes? Fue por pura casualidad, por pura empatía. Yo me estaba estirando después de un día agotador, tenía la espalda hecha polvo, y entonces detrás de mí escuché aquel crujido espantoso, como si el armario gimiera igual que yo. Y pegué un salto descomunal, me giré y no vi nada, la habitación se quedó muda, no esperaban esa reacción. Sí, si, ellos no esperaban que me asustase. Pero les hizo gracia, ¿sabes? Cuando salí de mi cuarto, me pareció escuchar como un rumor... De acuerdo, pudo ser cualquier cosa, pero... ¿y si se estaban riendo? Porque le han cogido el gusto a esto de sobresaltarme. Al día siguiente, el armario volvió a hacer ese ruido, como si se estirara, pero ya no me asusté. Eso les decepcionó... ¡y ahora se turnan! ¡Se turnan para darme miedo! El lunes cayó un libro de mi estantería. Solo. El martes, la puerta chirrió sin que la tocara. El miércoles la bombilla parpadeó varias veces, con ese chisporroteo horrible... Ayer, mientras dormía, mi cama, bueno, era como si vibrara, como si se estuviera riendo de algo, algo gordo que me tienen preparado...

Lo digo porque hoy no he podido salir de mi habitación, ¿sabes? La puerta está atrancada. No tiene cerradura, ni pestillo, ni nada, pero no se abre. Mi compañero de piso ha ido a buscar ayuda, pero no sé si llegará a tiempo. Es que desde hace un rato se oyen ruidos raros en la habitación, ¿sabes? Chirridos, susurros, crujidos, chasquidos... No me atrevo a tocar nada y estoy aquí parado, de pie, en medio de mi cuarto. Tengo miedo de moverme. Aunque, no sé, el armario sí parece que se ha movido unos centímetros. O tal vez resulta que tengo claustrofobia y no lo sabía. Tendría gracia, ¿eh? Bueno, sea lo que sea, gracias por escucharme. Necesitaba contarle todo esto a alguien... Por si me pasa algo antes de que se acabe el saldo de mi móv...”


[Escucha este relato en audio]

Tengo que terminar este relato algún día

Bueno, este es el comienzo de un relato que empecé hace ya varios siglos y que aún no he terminadooooooo!! Mientras me llega la inspiración, aquí tenéis el primer párrafo en exclusiva para todos mis fans (es decir, esos entrañables cuatro gatos). En fin, ahora que lo releo, igual es un poco cursi...

"Cada vez que alguien se lo rompía, ella recogía con cuidado todos los pedazos de su corazón y se sentaba en un rincón de la cocina a remendarlo pacientemente. Escogía la aguja con precaución, mirando que no fuese demasiado gruesa, pues dejaba señales; ni demasiado fina, ya que podría quebrarse en dos y causar más dolor del necesario. Además, el hilo debía ser resistente e invisible, para que no se notasen las hebras que cruzaban de un ventrículo a otro, uniendo en intrincado dibujo el bien más preciado de su vida. Una vez elegidos los materiales de su costurero, se acomodaba las gafas, se acercaba a la chimenea para aprovechar el calor, e iniciaba la penosa tarea de recomponer los trozos, antaño hermosos y hoy marchitos, de sus entrañas."