
(Ah, y si os hace ilusión tenerlo en letra impresa, podéis pedir el libro de cuentos aquí)
Era de noche. Volvías a casa y, al entrar en el portal, un vecino retuvo la puerta y entró detrás de ti. Cuando le miraste bien, te diste cuenta de tres cosas: que no era un vecino, que estabas sola y que la única salida estaba detrás de él...
Vacilas entre llamar al ascensor o subir corriendo las escaleras. ¿Para qué? No tienes tiempo. Por tu mente pasan todas esas películas de terror en las que el psicópata atrapa a la chica tras una larga persecución hasta la azotea. Y después, esas miniseries en las que el chico aparentemente encantador pulsa el botón de stop para bloquear el montacargas y suelta una risotada siniestra. Una voz te interrumpe y te pregunta: “¿Subes?”. Es el desconocido, que te mira entre interrogante y aprensivo mientras sujeta la puerta del ascensor. Entonces te das cuenta de que te has quedado alelada en mitad del portal, con tu cara de pánico, que no te favorece. También te das cuenta de que sí le conoces, es el nuevo novio de la del 3º B, y encima está bueno. Qué vergüenza. “No, creo que mejor subiré por las escaleras”, respondes.
Total, sólo vives en el octavo.
Estabas en un avión. El piloto ordenó a los pasajeros que se abrochasen el cinturón. Os aproximabais a una zona de turbulencias. En ese momento, miraste por la ventanilla y notaste que la hélice de uno de los motores giraba más lentamente de lo normal. Y, justo entonces, se paró...
Te despiertas gritando. Suena un toc-toc en la puerta de tu cuarto y aparece tu padre. “¿Ya estás despierto? Bueno, pues venga, que vas a perder el vuelo”. Se va y tú permaneces tumbado en la cama. Intentas ordenar tus pensamientos. Ser racional. Pero sólo atinas a palpar frenéticamente el cabecero de madera pensando: “Mierda, mierda, mierda”.
Ibas a acostarte, cuando descubriste que había una araña enorme y peluda en tu habitación. No se movía, pero estaba ahí. El techo estaba demasiado alto y no pudiste matarla. Te resignaste. Apagaste la luz e intentaste dormir...
Te quedas dormido. Sueñas con rayas y círculos. Sueñas con patas que se mueven. Sueñas con pinchazos. En algún momento algo te despierta a medias, pero permaneces sumido en una duermevela inquieta. Tu mente consciente se une a la orgía nocturna aportando recuerdos. Sueñas con el email que recibiste hace dos días. Una voz impersonal te recita su contenido. “Hay arañas gigantes que viven en el desierto y que, cuando te pican, te inyectan novocaína, ¿sabías?” Asientes y por tu cabeza desfilan imágenes horripilantes. “Su veneno te deja tan atontado que ni siquiera notas sus mordiscos mientras duermes. Así que, por la mañana, te despiertas sin medio brazo o sin media pierna porque han estado dándose un festín durante toda la noche, ¿genial, verdad?”. “Magnífico, pero ahora quiero despertar”, piensas. Aun así, tardas bastante en hacerlo.
Hasta que oyes los gritos de tu madre.