Sal

Nadie notó que aquel invierno iba a ser diferente al resto. La temperatura descendió, el aire helado cortaba las mejillas a los paseantes y pronto se declaró la alerta por nieve. Los camiones circulaban por las calles como manadas de dinosaurios, dejando a su paso un rastro de sal marina. El olor a mar comenzó a invadir nuestra ciudad de interior, y la noche nos sorprendía a veces escudriñando el cielo, esperando escuchar los gritos de las gaviotas.

Cuando cayeron los primeros copos, el agua se estancó formando primero charcos, después auténticos ríos de lluvia. Entre los adoquines y el empedrado de las aceras comenzaron a crecer plantas verdes, de aspecto gelatinoso, que se enroscaban en nuestros pies cuando tratábamos de caminar por aquella improvisada Venecia.

Las autoridades declararon el estado de emergencia y la mayoría nos confinamos en nuestras casas. Los que vivían en pisos bajos tuvieron que evacuar sus hogares, convertidos ahora en extraños acuarios donde los sofás y los cuadros convivían con peces de especies desconocidas. Desde las ventanas observábamos a los bomberos en sus lanchas, tratando de drenar aquella masa de agua que ascendía poco a poco, pero sin freno, decidida a devorarnos.

Algunos hombres se prestaron voluntarios para ayudar. Una mañana, mi padre se despidió de nosotros con un abrazo y una mirada de determinación en los ojos que me hizo sentir orgulloso. Navegaba junto a tres vecinos en una barcaza y, con una bomba, trataban de aspirar el agua, que ya alcanzaba el quinto piso de nuestro bloque. Yo le miraba desde mi habitación, fascinado, deseando parecerme a él. Las horas pasaban y el peso del agua que recogían parecía hundir su barca en aquel océano oscuro y embravecido.

Recuerdo que al caer la noche, la manguera que sujetaba mi padre se atascó, fueron apenas unos segundos. Él torció el gesto, dio una orden a sus compañeros, y entonces me vio, un niño de apenas once años, erguido en el balcón como un conejo asustado. Alzó su brazo para saludarme y de pronto surgió del agua un tentáculo gris, largo, monstruoso, que se enroscó en su cintura y le succionó antes de que pudiera pedir auxilio.

Nadie gritó. Yo presentía las pupilas abiertas y horrorizadas a mi alrededor, tras las cristales, pero todos los que presenciamos la escena permanecimos en un silencio espantoso. Me senté en la cama, aturdido, y cerré los ojos, mientras afuera rugía el sonido del agua al ascender, imparable. Hambrienta.

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Actualizo para dejaros una pequeña entrevista que me han hecho en mi antigua universidad ;-)

6 comentarios:

esaotra dijo...

Como siempre, magnífica! :)

Eva dijo...

Gracias Asun, tú que me lees con buenos ojos ;-)

r.a. dijo...

A mí también me atrae la idea del mar inundando la ciudad, la invasión de un mundo en otro. Esa imagen del niño en el balcón de su casa es muy potente. Compartimos sueños y delirios.

Eva dijo...

Seguro que sí, Rosana, cada vez voy encontrando más almas gemelas literarias a través del blog ;-)

Rocío Romero dijo...

Estupendo Eva, me ha encantado.
Ya me hice seguidora ;-)
Abrazos,

Eva dijo...

Muchas gracias Rocío, y bienvenida! Un abrazo!