De pequeña yo quería ser rubia y tener los ojos azules. Quería una melena larga y lisa. No aquellos mechones negros y enmarañados que parecían lana de oveja. Cierro los ojos y recuerdo a aquella niña gorda y morena, vestida siempre con petos para disimular la tripa, contemplando admirada el vestido rosa, la sombrilla, el pelo. Luego los abro y me miro en el espejo. Diez años después, nada ha cambiado. La niña gorda y morena ahora es una joven gorda y morena. Con mechas rubias, pero morena.
Ah, pero el cuadro también ha cambiado. Ahora mis ojos lo ven de otra manera. Y, triunfante, me giro y encaro a la joven rubia que, en realidad, tampoco es tan rubia. “Castaño claro”, determino triunfante. Y tampoco está tan delgada, ni su vestido es tan bonito. De hecho, le sobran unos kilos.
Pero lo más gracioso es que ni siquiera es bella. Aunque tiene el rostro inclinado, puedo distinguir perfectamente sus facciones. Sus rasgos marcados, sus ojos demasiado grandes. Tiene la piel oscura y la mirada de zorro. “Tiene cara de chico”, pienso. Asombrada por mi descubrimiento, observo su rostro y murmuro: “Tú también eres fea”.
Entonces, muy despacio -tanto que, por un instante, casi parece lógico-, la chica del retrato levanta la cabeza. Endereza los hombros. Clava sus ojos penetrantes en los míos. Y empieza a chillar.
Chilla tanto, que grito con ella. Me tapo los oídos para no oír sus insultos. La garganta se me cierra y me quedo sin voz para disculparme.
Por fin, se calla. No me atrevo a levantar la cabeza. Miro fijamente al suelo y, aunque una corriente de aire me despeina, no muevo ni un dedo.
El vestido que llevo no me queda bien. Consciente de que me miran, intento meter tripa.