Lealtad

El comandante de la Guardia Suiza nunca llegó a cruzar el umbral. Ni siquiera tenía que haber abierto la puerta. Sus órdenes eran claras: acompañar al niño de las llagas hasta el despacho de Su Santidad y que entrase solo. Pero el niño se resistía, quería volver con su madre. Lloraba, se le abrían las heridas de las manos, le manchó de sangre el jubón. Y aquel olor a uva fermentada que despedía tampoco ayudaba a aclararle las ideas. Por eso, cuando llegaron abrió la puerta de golpe, dispuesto a empujar al mocoso dentro, pero se paró en seco. En mitad de la estancia se alzaba una cruz de madera, recta y firme, ocupando el lugar de los sillones para visitas. El niño se acercó a ella, curioso, ignorando los tres clavos que tintineaban en las manos del Santo Padre. El comandante, como dijimos, nunca llegó a cruzar el umbral. Tragó saliva. Y cerró la puerta.


(Con este micro me presenté a última hora al concurso de Getafe Negro pero no hubo suerte. Aun así, aquí os lo dejo para los anales del blog. Me tenía que salir la vena seudosatánica, claro ;-)

Regreso

Una noche de invierno y una casa apartada en el barrio obrero de Londres. En el salón, una pareja y su bebé sonríen desde un antiguo marco de plata, cubierto por una cinta negra. En la entrada, una anciana menuda se ajusta sus anteojos para ver mejor al hombre rechoncho que acaba de llamar a la puerta. Luce barba descuidada, la tripa asomando por encima de los leotardos verdes y una mata de pelo rojizo en clara huida hacia la coronilla. En una mano sujeta un farol de luz mortecina y, en la otra, un sombrero verde tocado con una pluma marchita. “Mamá, soy Peter”, anuncia, “he vuelto”.


(Pues eso, que ya está bien de vacaciones. Yo también he vuelto ;-)