
Llevabas muerta cinco días, pero tu belleza permanecía intacta tras el cristal empañado del congelador. Nunca supe cómo tus hermanos consiguieron bajarte al sótano y auparte ahí dentro, el mayor apenas tenía siete años. Me suplicó entre lágrimas que hiciera algo, estaban a punto de cortaros la luz, pero yo sólo podía mirar tu rostro helado, tus labios como cerezas maduras que decidí devorar allí mismo, sin contemplaciones. Me arranqué el mono de trabajo, tu cuerpo entró en calor con mis embestidas. No recuerdo en qué momento abriste los ojos, sin beso de por medio. Algún día, cuando salga de la cárcel, viviremos felices.