
Me fijé primero en la mujer, una rubia delgada y lánguida que parecía a punto de quebrarse por el peso de las bolsas que llevaba. La diseccioné desde mi sitio, sin modificar mi sonrisa, pero calibrándola con cuidado. No tardé en detectarle un inicio de celulitis bajo la minifalda, que también dejaba al descubierto su piel rojiza como la de una gamba. Llevaba unas enormes gafas de sol que no alcanzaban a taparle las ojeras. Sonreí desde mi posición privilegiada, pensando que no era fácil competir conmigo, y entonces la voz del hombre a mis espaldas me sobresaltó. Al girarme, le reconocí de inmediato. Era nada más y nada menos que David Silvan, el protagonista de la telenovela “Amores revueltos”, y me estaba hablando a mí. A mí. Decía: “¿Tenéis este pantalón en un tono más claro?”
Yo le miré embobada, asintiendo con la cabeza como una tonta. David Silvan, el galán de Isabelita Juárez en “Odiar a quemarropa”, la estrella del serial “Morir de desamor”. Estaba allí, me miraba con sus ojos azul intenso, me preguntaba: “¿Sabes qué cinturón combina mejor con este polo?”. Su piel bronceada tenía el mismo tono dorado que cuando cabalgaba desnudo por la playa en la película “Pasión salvaje”, y sus dientes eran tan blancos que hacían daño al sonreír. Lo cierto es que sonreía mucho, y me sonreía a mí, a mí.
Él se metió en el probador con varios trajes y yo seguí llevándole ropa sin parar, mientras la chica rubia se paseaba por la tienda con aire irritado. Todo lo que se ponía le quedaba bien y cada vez que yo le llevaba una prenda nueva, él soltaba una carcajada. “Desde luego, eres una vendedora estupenda”, decía, y después esbozaba una sonrisa irresistible mientras sus ojos azules me recorrían de arriba abajo, como cuando miraba a su amada imposible en “Rebelde por amor”. Y yo me derretía, me derretía, sin poder disimular mi risa nerviosa, hasta que llegó un momento en que no quedaron más prendas que pudiera probarse, el calor nos sofocaba y los dos reíamos excitados por cualquier bobada. Entonces la rubia sacudió unas perchas con enfado y anunció que o salía ya, o se marchaba a casa, y él respondió “sí, cariño”, y volvimos a reír como dos tontos.
Ni siquiera esperamos a oír el portazo, él ya me había agarrado para arrastrarme dentro del probador y los dos nos apretamos en el estrecho cubículo. Nos miramos un momento, conteniendo la respiración. De cerca, sus dientes tenían un brillo irreal, y su cuerpo desprendía un fuerte aroma a whisky y colonia de marca. El corazón me latía desbocado cuando me estrechó entre sus brazos, igual que hacía con Isabelita Juárez ya no me acordaba dónde, y entonces me besó, y su lengua enorme invadió mi boca y comenzó a girar brutalmente, impidiéndome respirar, sobando mis dientes, penetrando en mi garganta, manchando mis labios de saliva. No sé cuánto tiempo duró aquello, pero cuando por fin terminó yo respiré aliviada, sin entender muy bien qué había pasado, ni dónde se habían quedado aquellos besos de película que dejaban a sus compañeras de reparto en éxtasis mientras él seguía recitando su monólogo ante la cámara.
Él comenzó a desabrochar mi blusa, pero entonces oímos de nuevo el ruido de la puerta al abrirse, y yo salí con rapidez. Llegué a tiempo para saludar al encargado antes de que éste sospechara nada, ni siquiera después de que David Silvan saliera del probador con cinco pantalones y siete camisas y anunciara que se lo llevaba todo, sí todo, aquí tiene mi tarjeta, gracias. Cuando le di el ticket, él garrapateó su firma y añadió un número de teléfono debajo. Antes de salir, me hizo un guiño y sus labios articularon en silencio: “Llámame”. Yo asentí, sonriente, y le miré mientras se alejaba por la calle.
Aquella noche compré vino y volví a ver el capítulo final de “Odiar a quemarropa”. Rebobiné la cinta varias veces y durante dos horas vi a David Silvan jurarle amor eterno a Isabelita Juárez. Mientras tanto pensé en la rubia cargada de bolsas llenas de ropa para hombre, y en sus gafas ocultando unas ojeras demasiado grandes para serlo; también pensé en David, en su olor a whisky a mediodía, en el blanco artificial de sus dientes, en su lengua violando mi boca. Arrugué el ticket con su teléfono y me serví otra copa. “Hasta siempre, David”, dije alzándola. Después, sin darme tiempo a arrepentirme, me tragué el papel con ayuda del vino.