Arañas rápidas y temerarias que recorren las calles con la seguridad de un ser humano, sabiendo que los peatones prefieren esquivarlas antes que ensuciarse los zapatos con ellas. Sus telas recubren las antiguas estatuas de piedra, tapizan los arbustos de los parques y adornan las farolas del casco antiguo. Las autoridades las respetan. Apenas se ven moscas ni mosquitos en Praga. Tampoco fumigadores. Las arañas campan allí a sus anchas, sabiéndose dueñas y señoras de la ciudad.
Claro que mi hermana y yo ignorábamos todo esto la primera vez que vimos a una de ellas, gorda y negra, balanceándose en su red. Sara la señaló con una mezcla de repugnancia y curiosidad y se volvió hacia mí. “Mira qué araña más grande. Hazle una foto”, pidió. La araña interrumpió su cacería y permaneció quieta mientras yo disparaba mi cámara. Chac chac. Después quisimos irnos, pero se corrió la voz y en pocos minutos nos vimos rodeadas por las demás arañas. "No pensaréis iros tan rápido...", dijeron mientras chasqueaban sus pequeñas y afiladas pinzas.
Y entonces nos obligaron a retratarlas a todas: solas y en grupo, quietas o haciendo poses en la barandilla del puente. Exigieron ver todas las instantáneas y se quejaron de mi poca pericia como fotógrafa. Por fin, al cabo de una hora, nos dejaron marchar junto con el resto del grupo. Para entonces, casi todas las señoras se rascaban compulsivamente y algunos viajeros se quejaron. Patricio, nuestro guía, se limitó a encogerse de hombros con gesto paciente. “Lo mejor es no molestarlas...”, comentó.
Y continuamos con la visita.
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Foto: Sara Díaz Riobello.