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(Feliz Día del Orgullo Gay, jeje ;-)
El resto de las chicas no duraban mucho quietas, enseguida algún joven las requería. Y entonces Anita se iba quedando sola, como una flor mustia entre miles de sillas vacías, mientras notaba cómo se iban clavando en su espalda las miradas de todas las vecinas. No le hacía falta girarse para verlas, todas gordas, enjoyadas y con exceso de carmín, sentadas en corro y cuchicheando entre bruscas sacudidas de abanico: “Pilar, como siga así, tu niña se va a quedar soltera”, “¿Has probado a decirle que coma más? Que se la ve muy flaca”, “Hija, pero dile que no se quede ahí parada, que se pasee para que la miren”. Y la madre suspiraba y meneaba la cabeza sin decir nada.
Unos metros más allá, la indignación comenzaba a apoderarse de Anita al contemplar las vueltas de peonza de las demás jóvenes –algunas guapas, muchas feas, la mayoría anodinas- que bailaban embobadas en brazos de sus parejas. Ante tamaña injusticia, el rostro se le encendía, sus dientes comenzaban a rechinar y la boca se le curvaba en una mueca de desdén. Entonces tenía que levantarse para calmar su furia, y comenzaba a pasear por la pista con aire altivo. A su alrededor, los pisotones y los aullidos de dolor se multiplicaban, ya que la mayoría de los bailarines perdían la concentración al ver pasar su melena rubia y sus curvas vertiginosas.
Anita sabía que, antes o después de su paseo, se lo encontraría. Siempre era igual. Tarde o temprano el olor a carne asada se hacía más fuerte, la temperatura aumentaba, a alguna señora le daba un sofoco... Entonces se abría un claro en la multitud, y allí estaba él. Su aspecto no siempre era el mismo, pero su elegancia y su apostura eran inconfundibles.
A veces aparecía sentado a una de las mesas, fumando con aire despreocupado; otras, se lo encontraba de pie junto a alguna adolescente, murmurándole palabras indecorosas que la hacían enrojecer. En ese momento, Anita se paraba a una distancia prudencial y lanzaba una mirada suplicante al padre Manolo, que dejaba lo que estuviera haciendo y corría en su ayuda.
Pero nunca llegaba a tiempo.
Él se le acercaba tranquilo, con una sonrisa que dejaba adivinar unos caninos demasiado grandes, y le susurraba al oído: “¿Por qué eres tan testaruda y no te casas conmigo, Anita? Sabes que ningún otro se atreverá a rivalizar conmigo...” Y a ella se le cortaba la respiración, los latidos se le aceleraban, las entrañas se le humedecían y su boca se curvaba para pronunciar un “sí”. Pero lo que en realidad oía era: “¡Vais, vais, vais, fuera bicho!” y el padre Manolo se interponía entre ambos gritando y agitando el crucifijo.
Entonces, con una sonrisa burlona, Lucifer desaparecía en una nube de azufre y el padre Manolo agarraba a Anita por el codo y le decía: “Muy bien hecho, niña, tú resístete, que más vale morir solterona que ir al infierno”.
Después, como es de cristianos poner la otra mejilla, el cura aguantaba sin rechistar el bofetón.