
- Muy bien, Anna, esto está muy bien. Hoy no voy a tener que hacerte ningún empaste, ¿lo ves?
Aún con la boca abierta, la pequeña Anna, de 12 años, esboza algo parecido a una sonrisa. Como muchos otros niños que acuden a la consulta, tiene pánico al torno del doctor Glevin. Cierto que nunca le ha hecho daño y que, al marcharse, siempre la obsequia con caramelos sin azúcar. Pero, por alguna razón, estar cerca de ese hombre le pone la carne de gallina.
- Ya puedes cerrar la boca, Anna. Bebe un poco de agua del grifo si quieres.
- Gracias, doctor Glevin...
- Hans, Anna, a las pacientes veteranas como tú os dejo que me llaméis Hans.
La niña alza la cabeza y suelta una carcajada, mostrando dos pequeños lunares en su cuello. El doctor alarga la mano, le gira la barbilla con suavidad y, a continuación, ojea distraídamente sus incisivos.
- ¿Cómo te va con el nuevo aparato, Anna? ¿Te lo pones todas las noches, como te dije?
- Sí, doc... Hans.
- ¿Seguro? Parece que los caninos se te están volviendo a montar.
- Seguro.
- Bueno, pues entonces ya hemos terminado contigo, ¿ha venido tu hermano?
- Sí, no quería, pero mamá le ha obligado. Está en la sala de espera.
- Muy bien, pues dile que pase. Pero antes...
El doctor Glevin mete la mano en el bolsillo de su bata y saca un puñado de caramelos sin azúcar. El pálido rostro de Anna se ilumina mientras forma un cuenco con las manos para recogerlos.
- Gracias, Hans.
- A ti, Anna, hasta la próxima. Ya sabes, dile a tu hermano que entre.
Cuando la puerta se cierra tras ella, el doctor Glevin emite un breve suspiro y vacía de caramelos sus bolsillos. De un cajón, saca un clavo largo de madera y un martillito. Se los guarda dentro de la bata. Suspira de nuevo. Se siente cansado. Muy cansado. Un débil golpeteo lo saca de su ensimismamiento.
- Adelante.
La puerta se abre y un niño de unos 9 años sonríe tímidamente al doctor desde su escaso metro de estatura.
- Pasa, Peter. ¿Cómo estás?
- Bien.
- Dice tu madre que te duelen los dientes.
- Sí.
- Y que no te dejan dormir por las noches.
- Es que me dan pinchazos.
- Y si te duelen, ¿por qué no querías venir a verme?
El niño le mira con ojos enormes y asustados.
- Me daba miedo.
- ¿Miedo? Si yo estoy aquí para curarte, Peter. Aquí nadie te va a hacer ningún daño. Sólo te voy a quitar el dolor, ¿me entiendes?
Peter asiente con la cabeza, sonriendo. Con aspecto más tranquilo, se acerca al sillón del dentista y se encarama a él con dificultad.
A sus espaldas, el doctor Glevin cierra la puerta y saca del bolsillo de su bata un diente curvo, brillante, especial.
Un diente de ajo.
- ¿Quieres un caramelo, Peter?