Monstruo

Antes de llamar a la puerta, mi madre nos echa un último vistazo a mi hermana y a mí. Alarga la mano para repeinarme el flequillo pero yo se lo impido, molesta. Mi padre toca el timbre. Al cabo de unos minutos, la puerta se abre y aparece mi tío, con una copa de vino en la mano. Los dos hombres se quedan hablando en el recibidor, mientras nosotras atravesamos el oscuro pasillo que conduce a la sala de estar. La casa de mis tíos huele a rancio, a naftalina y a cera para suelos. En la sala, la luz de la terraza deja al descubierto las motas de polvo que flotan en el aire. Vemos que los tres están sentados afuera, tomando el sol. Mi madre, mi hermana y yo nos acercamos al grupo. Agustín está sentado junto a mi abuela, y mi tía Nuria le está limpiando la boca manchada de chocolate. Él se ha ensuciado el traje, como siempre, pero todo son carantoñas y caricias a su alrededor. Lentamente, mi estómago se encoge mientras da comienzo mi suplicio dominical.

Mi madre saluda a todos y enseguida exclama: “¡Agustín, pero qué guapo que está mi niño, por Dios!”. Y de repente todo el mundo comienza a festejar a Agustín, mi primo síndrome de Down de quince años. “¡Pero qué simpático y qué salado es!”, chilla mi hermana; y mi madre le acaricia el pelo y ordena: “¡Niñas, dadle un beso a vuestro primo!”; y mi abuela le hace carantoñas, y mi tía lo contempla orgullosa y yo me muero por darle una colleja a ese imbécil y gritarles a todas: “¡Pero qué es lo que hacéis, si este monstruito vive en una continua celebración de su estupidez!”, pero en lugar de eso me pego a la pared con una sonrisa forzada, procuro pasar desapercibida, evito besar su cara fofa, de mirada bovina, y pienso: “Ojalá que alguien lo mande a su habitación a dormir”, para no verlo, para que no me moleste con sus caricias blandas y sus mocos y sus babas y sus lloriqueos; para que no me amargue todas las reuniones familiares desde que tengo uso de razón, joder. Y algo de lo que pienso debe de reflejarse en mi rostro, porque de pronto mi madre se vuelve hacia mí, su hija mayor, la otra quinceañera de la familia, y sonriendo me lanza una de esas miradas que hielan la sangre. “Elisa, venga, dale un beso a tu primo”, ordena.

Entonces se hace el silencio en la terraza, como si estuviera a punto de celebrarse un ritual sagrado. Yo me acerco a mi primo Agustín, que mantiene la mirada fija en mi pecho mientras un hilillo de baba resbala desde su boca hasta el cuello de su camisa. Tiene toda la cara manchada de chocolate, saliva y migas de galleta. Creo que hasta huele mal. Contengo la respiración y me inclino para besarlo, pero entonces él se encoge y comienza a gemir y a chillar como un cerdo camino del matadero. Se agarra a mi tía, que suspira resignada y comenta que el pobre ya está cansado, que se lo va a llevar a la habitación. Los dos se marchan y nosotras nos quedamos en silencio. Mi madre me lanza una mirada gélida, que me hace sentir mal. Y me pregunto por qué me mira de esa forma, como si el monstruo de la familia fuera yo.