Vecinos

El día que llegaron los nuevos vecinos de arriba, Manu estaba tan absorto en la lectura, que sus oídos parecían envueltos en celofán. No oía nada aparte de los versos que resonaban dentro de su cabeza: “La gran tumba de la noche su negro velo levanta, para ocultar con el día la inmensa cumbre estrellada...” Y un sonoro golpe en el techo remató la rima. Bum.

Manu parpadeó sobresaltado y miró hacia arriba. El rumor de dos voces que discutían fue subiendo poco a poco de tono hasta invadir todo su salón. La primera pertenecía claramente a una mujer bastante alterada. Gritaba órdenes histéricas a una voz masculina que respondía con malos modos. Hubo una exclamación fuerte, probablemente un insulto. Alguien recibió una bofetada con eco. Después, los tacones de la mujer repiquetearon con fuerza en el techo hasta culminar en un portazo que hizo temblar los vidrios de las ventanas. Luego, nada. Se hizo el silencio, pero ya era tarde. Adiós magia, adiós poesía.

Manu tiró el libro al suelo con indignación. “¿Hay algo peor que unos vecinos de mudanza?”, pensó, “¿qué será lo siguiente, obras de reforma?”. Y a modo de respuesta, el rumor de un taladro perforó la distancia entre ambos pisos y llegó hasta el centro mismo de su tímpano. Maldiciendo, Manu se tapó las orejas, pero aun así los dientes empezaron a dolerle. Siempre era igual. El sonido del taladro se parecía tanto al torno de un dentista que, al escucharlo, su mandíbula se tensaba involuntariamente.

“Necesito una aspirina. No, mejor salgo a dar una vuelta. Tengo que relajarme”, decidió Manu. La boca se le había quedado seca y la sien le palpitaba. Mientras, arriba, el metal continuaba perforando el ladrillo sin descanso, con un ritmo sordo y sostenido que parecía querer instalarse para siempre en su cabeza. Agarró el abrigo y el libro, y abrió de golpe la puerta de la calle. En el descansillo, una joven se volvió bruscamente hacia él. Sus ojos azules y brillantes le miraron con inquietud.

- Perdona, ¿te he asustado?
- No, lo siento, estaba... –la chica se secó las lágrimas y trató de sonreír– Estaba tomándome un descanso. Es que mi novio y yo nos estamos mudando hoy al piso de arriba, ¿sabes? –dijo señalando la escalera.
- Ah, bueno, yo soy Manuel, vivo aquí, si necesitáis cualquier cosa...
- Gracias, yo soy Silvia. Encantada.
Se dieron la mano. Ella reparó en su libro.
- Vaya, ¿te gusta Lorca? A mí me encanta, tengo su obra completa en, bueno, en alguna de las cajas de arriba –hizo un gesto de fastidio.
Manu sonrió y se apoyó en el dintel de la puerta.
- Sí, sé lo pesadas que son las mudanzas, yo también me trasladé hace poco... oye, ¿te apetece entrar a tomar un café?

Dos horas y veinte minutos más tarde, mucho más tranquila, Silvia regresó de nuevo al piso de arriba. Su novio había terminado de colocar la estantería y estaba tumbado en el sofá roto viendo un partido de fútbol. Apenas la miró cuando se sentó a su lado.

- Ya era hora, pues sí que te ha durado el berrinche esta vez.
- Ya ves.
- Oye, mañana tengo que hacer horas extra en el curro, así que te toca a ti desembalar lo que queda, ¿vale?
- Vale.
- Bueno, pues me voy a dormir que estoy roto. Antes he intentado echar una siesta y no he podido por culpa de la pareja de abajo. Llevan un buen rato dándole, menudos vecinos... ¿de qué te ríes?

Ciencia

En el laboratorio solemos decir en broma “un día explota esto y ya veréis, nos van a llevar a todos presos”, pero nadie lo cree de verdad. Sabemos que lo que estamos haciendo no está del todo bien, que no tenemos los permisos necesarios, ni unas medidas de seguridad en condiciones, pero estamos convencidos de que vamos a revolucionar la ciencia; además, no hacemos daño a nadie y ninguna de las sustancias que empleamos es explosiva. Por eso, cuando ha sonado ese ¡bum! a mis espaldas y he escuchado los gritos, las carreras, “¡detenedla, que alguien la detenga!”, he permanecido quieto, sin creérmelo todavía, y he pensado “no puede ser, en este laboratorio no hay nada que pueda explotar” y entonces he oído ese ruido que me ha puesto la carne de gallina, un “tocotocotocotoco”, como si un gigante con tacones estuviera corriendo en la habitación de al lado, unido al roce de algo áspero contra las paredes, “rasrasrasras”, y entonces el muro que me separaba del desastre ha estallado en mis narices y ha aparecido ella, enorme, peluda, asustada, y se ha quedado ahí quieta, reconociéndome como su depredador natural, o al menos aplastador, y yo he pensado “quieto ahí, no te muevas, no demuestres tu miedo, tú tienes el control...” y me hubiera gustado ver sus pulmones al respirar, pero no tiene, y anticipar sus actos en su mirada, pero es imposible, sólo me veo a mí mismo reflejado en decenas de espejos líquidos y repugnantes que empiezan a cambiar su percepción de mi naturaleza, que tal vez ya me reconocen como un posible bocado con el que calmar su hambre multiplicada por la mutación, y entonces la araña da un paso hacia mí, “toc”, y yo retrocedo involuntariamente, no debí, pero lo he hecho, ahora sabe que le tengo miedo y da otro paso más, “toctoctoc”yentoncesyanopuedomásychilloycorroyhuyoyalgo pegajoosoydolordolordolor...

Cuando Mortimer...

...volvió a mirar debajo de su cama, aquellos ojos amarillos seguían allí, observándole sin parpadear.