Amuletos, ídolos de piedra, miniaturas embotelladas, fetos de animales disecados. A la quinta fotografía mi estómago comenzó a perder la poca serenidad que le quedaba tras dos semanas de vacaciones exóticas. Las vendedoras nos miraban pasar con curiosidad, sin abandonar su labor de costura ni sus sonrisas plácidas. No pude dejar de notar que, pese a su inquietante mercancía, todas ellas tenían el aspecto de dulces abuelitas cocineras de bizcochos. La última, de hecho, nos invitó a que probásemos uno recién horneado.
Sabía que no debíamos comerlo, pero mi mujer, como siempre, me sonrió desafiante antes de darle un buen mordisco. La miro ahora y se me saltan las lágrimas al ver cómo da vueltas en círculo y consulta su guía sin comprender qué ha ocurrido. Me da miedo tapar la botella, no sea que se quede sin oxígeno. Pero tengo que reconocer que, aunque me costó una fortuna comprarla, decora muchísimo la repisa de la chimenea.