Damas

Nadie repara en ellos nunca, sentados como están en la única mesa del bar colocada bajo el televisor. Beben dos vasos de vino tinto que parecen durar todo el día, igual que la partida de damas que se disputan hora tras hora. El anciano barbudo juega las blancas; el calvo con gafas, las negras. Permanecen absortos en el juego sin prestar atención a la charla de los parroquianos, las risas de la camarera o el estruendo de la televisión. Nadie recuerda la primera vez que pisaron el bar, ni a qué hora llegan cada día, ni cuándo se marchan. En algún momento, alguien se lleva la copa a los labios y entonces, a través del cristal borroso, los ve allí sentados, jugando, como si no se hubieran movido de la mesa. A veces, el de las gafas consigue una victoria, y agarrando la ficha del otro, enseña sus dientes amarillentos y murmura: "Ésta es mía". El otro asiente, esperando el momento de desquitarse de la derrota. La ficha conquistada se evapora en el aire con un suave quejido de moribundo. Y si el anciano de gafas sigue sonriendo, el de barba no puede disimular un rictus de disgusto, mientras un penetrante olor a fuego y azufre se extiende lentamente por todo el local.