Encadenada otra vez

Me he vuelto a enganchar al concurso "Relatos en cadena", con poca fortuna por ahora, pero me lo paso muy bien. Os dejo dos botones de muestra para que me critiquéis. Besos!

(Semana 10 de noviembre)

Marinera
Ahora sólo se alimenta de ricachones, la muy víbora. Los atrae cuando sus yates bordean el islote, seducidos por la fragancia de las flores y el runrún delicioso de su canto. Qué hombre no se lanzaría al agua al ver a esa belleza nadando desnuda, la piel cremosa, sus cabellos reluciendo al sol como oro líquido. La cola de tiburón no la descubren hasta que es demasiado tarde, el último braceo, un alarido y un rastro púrpura es todo lo que queda de ellos. Bueno, eso y los yates, claro. Ya tengo tres. Y luego dicen que la pesca es un deporte inútil.


(Semana 17 de noviembre)

Dudas
Mientras me abalanzo sobre ella, los recuerdos cruzan mi mente como una película demencial. El día que mis padres la trajeron a casa, pequeña y temblorosa, recién nacida. La primera vez que la sujeté entre mis brazos para darle el biberón. Aquellas tardes de primavera que bajábamos al valle y ella se escondía entre los arbustos, juguetona, buscando setas y desoyendo mi llamada. Ahora sus ojos oscuros se pierden en los míos mientras aprieto el cuchillo contra su cuello. El resto de la familia aguarda expectante el siguiente movimiento. Mi mano flaquea. El abuelo murmura: "Sabía que no sería capaz de matar a la cerda".

Paradoja

Aquel niño era yo. Por fin. La máquina del tiempo funcionaba. Cuando le agarré del brazo, sus ojos –mis ojos– se abrieron asustados. “No temas”, susurré, “y escucha. Tienes que pedir ayuda, un desconocido va a matar a tus padres”. De un tirón liberó su brazo y huyó de mí, alejándose calle abajo. Era mi turno. Al acercarme a la casa se oyeron gritos. La voz de papá. Un disparo. Corrí hacia la puerta y caí de bruces. Había sangre en el suelo, una pistola y ella, mamá, el camisón desgarrado, una mancha púrpura creciéndole en el pecho. Papá la miraba sollozando desde el sillón. Tragué saliva. “Fuiste tú”, susurré. Él gemía y negaba con la cabeza. “Yo no... yo... ella...”. “Cómo pudiste”, dije agarrando la pistola. Su pecho enorme se estremeció. Ni siquiera me preguntó quién era. Vi un destello de conocimiento en sus ojos, tal vez, antes de recibir la bala. Y entonces oí las sirenas. Varios agentes rodeaban la casa. El niño –yo– me apuntaba con el dedo. Y la última pieza encajaba, por fin, en su lugar.

No sé qué me pasa...

... pero mi último cuento me ha salido así. En cuanto averigüe qué he comido me medicaré. Es que prefiero no jugar con versos, en mi caso es como hacer malabarismos con copas de cristal...

Crucigramas

Érase todos los días
una princesa encantada
que vivía
en un sucio apartamento
con una nevera vieja
dos siameses
y una cama sin dosel,
valiente invento.

No era hermosa
ni elegante,
pero como todas las princesas
hechizadas
tenía un don.
Su mente imaginaba
crucigramas imposibles
que enviaba a diarios
regionales,
deportivos, nacionales
en busca del príncipe soñado
capaz de averiguar
su solución.

Y he aquí que
cierto día
Ramiro, un cuarentón
oficinista,
miope y medio calvo,
pero artista en encontrar palabras
escondidas
completó de arriba abajo
sin trampas
sin errores
el crucigrama mágico y entonces
las letras se movieron
cual resorte.

Ramiro vio asustado
que la tinta
reptaba en lentas curvas
dibujando la sonrisa de Susana
la princesa,
sus orejas, su nariz
su faz traviesa.
Y al lado de esa cara encantadora
los números bailaban
señalando
el teléfono de tan dulce señora.

Y Ramiro, casado, con dos hijos
y miedoso,
creyendo que un vecino,
su suegra, un adivino,
igual le daba,
habíale lanzado
un mal de ojo,
rasgó en pedazos el papel,
suspirando, no sin antes
echarle un buen vistazo
a aquella chica
tan mona, tan simpática,
tan lista,
que ahora yace ensangrentada
en su cocina
con el rostro angelical desfigurado
y ni una pista
para poder vengarse
de su amado.

Finales felices

"Era la más dura de su oficio, fría, implacable, acostumbrada a ganar. Sus rivales la temían, sus colegas masculinos querían parecerse a ella, sus jefes barajaban hacerla socia del bufete. Pero todo terminó el día en que la abogada salió llorando al pasillo y, ante la mirada incrédula de la recepcionista, empezó a patalear en el suelo como una niña enrabietada. Mientras, en su despacho, Blancanieves y el príncipe firmaban sin mirarse los papeles del divorcio".


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(Después de leer esto, yo también sentí cierto desencanto, para qué negarlo)

Kong


Con motivo de la exposición "King Kong solidario", que se celebrará en el próximo Festival de Sitges, nos han pedido a varios escritores que escribamos uno o dos microrrelatos para acompañar las ilustraciones que forman parte de este acto benéfico. Y yo, es que no lo puedo evitar, sigo en mi línea rarita...

Desconcierto

De la casa de la abuelita ya sólo quedaban los escombros, aplastados bajo la huella de un inmenso pie. El gorro de dormir de la anciana flotaba en el aire, dibujando lentas curvas en su descenso. Inmóvil, contemplando con asombro la escena, la niña de rojo no sabía muy bien cómo reaccionar.
“Ab... abuel... ita... qué oj... os más grand...”, empezó a decir, pero el gorila gigante no la escuchó. Alargó su monstruosa mano hacia ella, con la mirada fija en sus trenzas rubias, rubias...



Hierba

Sólo tiene seis años, y sus bucles rojizos se agitan mientras corre por el jardín, presa de la risa, sus rodillas manchadas de tierra y las mejillas encendidas; sabe que es verdad, los duendes existen, claro que existen, y se tiende bajo ese árbol, la respiración entrecortada y una risa nerviosa burbujeando en su garganta, cuando ve otra vez esa figurilla minúscula, esa hierba verde que no es hierba, moverse imperceptiblemente; si se acerca bien puede distinguir su diminuto rostro arrugado; un poco más, y la criatura parpadea con sus ojillos de manzana; otro poco más, y a su nariz de niña asciende el aroma a musgo del ser; otro poco más, y ahora parece más grande, tiene boca, una boquita pequeña que se mueve; la niña se acerca, y sus oídos no oyen lo que el duende dice; otro poco más, la boquita verde se mueve en silencio; un poquito más, y la niña ya no es niña, ahora es flor. Un mordisco más, y el duende comienza su almuerzo.

Decepción

La señorita Agnes admiraba secretamente al Cruciforme.

En ocasiones, cuando el viento hacía chirriar los ventanales de su vieja escuela, la profesora se estremecía imaginando la visita inesperada del monstruo. Se ajustaba las lentes y sus ojos recorrían el aula llena de niños pálidos, pensando en la cantidad de tiernos manjares que podría ofrecerle.

Sin embargo, Agnes jamás había confesado a nadie sus sentimientos, pues sabía que no serían bien vistos en una maestra. En su lugar, solía aterrorizar a los alumnos con la amenaza de que el Cruciforme vendría a llevárselos si no se aplicaban. Cuando un estudiante no se sabía la lección, la señorita Agnes entornaba sus ojillos acuosos y esbozaba una sonrisa con sus labios de carpa. Entonces comenzaba a detallar los crímenes más horrendos de la criatura mientras desollaba nudillos con su vara de avellano. Se recreaba en los detalles sangrientos al tiempo que retorcía las pequeñas orejas infantiles. “Es por vuestro bien, queridos míos”, decía.

Una tarde, el Cruciforme decidió visitar la escuela atraído por los rumores de la admiración que le profesaba la maestra. El monstruo sentía debilidad por las profesoras jóvenes e inocentes. Por eso, cuando descubrió que la señorita Agnes no era joven y mucho menos inocente, se sintió frustrado. No le gustaba perder su valioso tiempo. Antes de que Agnes pudiera abrir la boca, el Cruciforme la atrapó con sus garras para divertirse un rato. Los alumnos le observaban impasibles, sintiendo una extraña mezcla de horror y regocijo al escuchar los gritos de su profesora.

Ahora hay una nueva maestra en la escuela. La señorita Miranda. Es más joven y guapa que la señorita Agnes, y tan inocente, que piensa que las baldosas del aula siempre han sido rojas.

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Para Santi, el creador de esta adorable criatura.

Al otro lado

Ayer conocí por fin a la hija de los vecinos. Hace dos días que mamá me dijo: “La familia que se muda a la casa de al lado tiene una niña de tu edad, ¿qué bien, no?” Y yo la miré con disgusto, siempre me irrita cuando me habla en ese tono. Yo no soy ninguna niña, tengo ya quince años. Todos los chicos del barrio se han dado cuenta, ahora me miran cuando paso por la plaza a comprar el pan, sé que lo hacen aunque finjo ignorarles, y hasta papá se ha dado cuenta también, porque él me vigila por la ventana hasta que vuelvo, no quiere que me pare a hablar con el Chapas, que ya me ha invitado un par de veces a dar un paseo en su coche. No es guapo, el Chapas, lleva siempre la barba sin afeitar, y es más mayor que yo, pero tiene esa mirada de fuego que me hace temblar las piernas de gusto cada vez que lo veo.

En esas estaba yo aquella tarde, pensando en los ojos del Chapas, y en sus músculos, y en sus manos grandes y sucias de trabajar en el taller, cuando mamá vino y me contó lo de la hija de los vecinos, y me sonrió muy contenta, como si se alegrase de que por fin yo fuera a tener una amiguita para jugar. Me irrité y me marché a mi cuarto, a pensar en el Chapas sin interrupciones, y desde la ventana pude ver un camión de mudanzas frente a nuestro adosado y a una pareja que discutía. Me parecieron más jóvenes que mis padres. Él era alto, llevaba gafas y tenía el pelo negro un poco canoso. Tenía cuerpo de atleta. Ella llevaba el pelo rubio recogido en un moño despeinado y gritaba. No vi a su hija por ninguna parte. Me tumbé en la cama dejando que el sol que entraba por la ventana me acariciase la piel. Cerré los ojos. Las voces llegaban amortiguadas desde la calle.
- …tantas mudanzas, voy a volverme loca…
- …nuevo comienzo… volver a empezar…
- …El doctor dijo… la niña… estabilidad…
- …Todo irá bien… muy bonita, ¿no?
- ¿… me quieres?

Desperté varias horas después, me había quedado dormida con la ropa puesta. Sudaba. Me desvestí y dudé entre ponerme el pijama o no. Hacía calor. Pensé en acostarme sin ropa, sentir el roce de las sábanas frescas sobre la piel desnuda. Estaba mal, seguro, y la idea me gustó. Entonces escuché aquel golpeteo rítmico, del otro lado. Un ritmo constante y pausado. Acerqué mi rostro a la pared y contuve la respiración. Escuché entonces los gemidos, los jadeos, y un hombre que respiraba fuerte, y susurraba, y subía y empujaba con furia, y una mujer que suspiraba en voz baja. Sin quererlo había apretado todo mi cuerpo contra la pared y sentía aquel golpeteo frenético en mi carne, pensaba en el Chapas, en el nuevo vecino, en los ojos de fuego, y de pronto el hombre gritó y yo me aparté de la pared, asustada. Un muelle chirrió varias veces.

- Te quiero, te quiero –dijo la voz del hombre.
Hubo una pausa.
- Creo que está enferma por nuestra culpa...
- Está bien, está dormida, déjala descansar.
- El doctor dijo…
- ... ya no puedes hacer nada.
- No, no puedo.
- ... empezar de cero, ¿sí o no?
- Pero…
- Pronto habrá terminado todo. Nos mudaremos de nuevo si hace falta.
- No está bien…
- Bésame – pidió el hombre.

Ya no escuché nada más. Me costó dormirme esa noche. Ayer por la mañana anduve como sonámbula hasta que mamá me mandó a por el pan y fui dando un paseo hasta la plaza. Allí estaba el Chapas con los demás chicos. Y había una chica hablando con ellos. No me costó mucho adivinar quién podía ser. Tenía el pelo rubio, como su madre, aunque lo llevaba suelto. Cuando me acerqué noté que era muy guapa, más que yo. El Chapas también se había dado cuenta y la miraba con sus ojos oscuros y brillantes, como si quisiera devorarla allí mismo. No parecía muy enferma, y me pregunté qué tendría. Ella se giró hacia mí.
- Hola, tú debes de ser Laura, ¿no? Yo soy Noelia, vivo en la casa de al lado.

Yo ignoré su mano tendida, sólo observaba cómo los ojos del Chapas la recorrían lentamente. A mí nunca me había mirado así. Me dolía el pecho de pura rabia. Quise avergonzarla, dejarla en evidencia de algún modo. La encaré bruscamente.
- Sí, lo sé. Tus padres tienen su habitación junto a la mía y son bastante ruidosos. Anoche casi rompieron la cama.
El Chapas abrió mucho los ojos y se giró hacia mí sorprendido. Hubo alguna risilla entre los chicos. La sonrisa de ella se había congelado, pero me mantuvo la mirada, azul e inexpresiva.
- Creo que lo imaginaste – respondió con calma-. Mis padres duermen en el lado que da al jardín. Mi madre está enferma y necesita silencio.

Yo noté que mis mejillas se encendían y aparté la mirada. Los recuerdos de la noche anterior se arremolinaron en mi cabeza. La oí despedirse. Yo seguí mi camino. No quería mirar al Chapas, me sentía avergonzada, no sabía por qué. Seguro que me mintió para darme una lección. Al fin y al cabo no está bien escuchar detrás de las paredes. Ni dormir sin pijama.

Encadenada

(Tengo la mano derecha escayolada y ando tecleando con la izquierda. Mis patines tienen la culpa. En mi convalecencia me he enganchado a este concurso, Relatos en cadena, y éste es uno de mis intentos de la semana. Deseadme suerte :-)

- Se lanzará desde el trapecio – sollozó mamá.
- No, no lo hará- la tranquilicé.
Aquella era la nueva locura de mi hermana Lily. No quería casarse, quería ser una estrella. Intentó cruzar el Atlántico en velero, pero naufragó. Probó la equitación, pero su caballo se lesionó. Después se fugó con el circo. Fuimos a su primera función. Estaba preciosa allí arriba, vestida de rojo. Dio un salto perfecto. El público aplaudía entusiasmado. Durante el descanso, mamá me tendió unas tijeras.
- Ya sabes qué hacer – dijo señalando el trapecio.
Era tan cabezota como Lily. Y quería ser abuela pronto.

Jefe

“¿Quiere saber una cosa curiosa? Una vez, cuando tenía seis años, me dio por coleccionar barbies. Llegué a tener siete. Me gustaba peinarlas y ponerles vestidos bonitos, incluso elegía el color de la ropa según el tono de sus cabellos: rubia-rosa, morena-verde, pelirroja-azul… Luego las ponía en fila y las contemplaba una por una durante horas, fascinado. Las colocaba en lugares estratégicos de mi habitación, de manera que siempre pudiera verlas, y ellas me rodeasen a mí. Mis hermanos mayores se burlaban y me tomaban el pelo, me llamaban mariquita y esas cosas, pero no me importaba. Me gustaba mirarlas porque me encantaba la perfección de sus rostros, sus labios tan brillantes y bien dibujados, los ojos rasgados y sombreados de azul, o de malva, los cuerpos de curvas perfectas… Una vez, cuando estaba ya en la universidad, oí una noticia acerca de un estudio morfométrico, o algo así, que decía que si Barbie fuera una mujer real, sería monstruosa, pero creo que todo eso son tonterías científicas. Yo, ya le digo, me pasé seis meses seguidos jugando todo el día con mis barbies, tan bonitas… aunque reconozco que la que más me gustaba era la rubia, con aquella melena tan sedosa, casi blanca. Un día, al cabo de aquellos seis meses, me desperté y fue como si el encantamiento se hubiera roto. Miré a mi ejército de barbies y me parecieron todas igual de anodinas. Sus sonrisas me resultaron falsas, artificiales, como garabatos sobre un cascarón vacío. No entendía qué podía haber visto en ellas, así que las guardé en una caja y no volví a acordarme de este episodio, hasta hoy… Se estará preguntando, Carmen, por qué le cuento todo esto. Bien, verá, la cuestión es que hoy concluye su período de prueba. Está despedida”.

De película

Recuerdo la primera vez que nos vimos, que me vio. Era una mañana aburrida de julio y la boutique estaba desierta, sólo estábamos el encargado y yo. A eso de las doce, él se marchó con la excusa de que tenía que hacer un recado y me dejó sola en la tienda. Suspirando, me acodé en el mostrador y me preparé para aguantar un día tedioso, pero de pronto apareció una pareja joven y, sin hacer caso de mi presencia ni de mi saludo, ambos comenzaron a deambular entre los percheros.

Me fijé primero en la mujer, una rubia delgada y lánguida que parecía a punto de quebrarse por el peso de las bolsas que llevaba. La diseccioné desde mi sitio, sin modificar mi sonrisa, pero calibrándola con cuidado. No tardé en detectarle un inicio de celulitis bajo la minifalda, que también dejaba al descubierto su piel rojiza como la de una gamba. Llevaba unas enormes gafas de sol que no alcanzaban a taparle las ojeras. Sonreí desde mi posición privilegiada, pensando que no era fácil competir conmigo, y entonces la voz del hombre a mis espaldas me sobresaltó. Al girarme, le reconocí de inmediato. Era nada más y nada menos que David Silvan, el protagonista de la telenovela “Amores revueltos”, y me estaba hablando a mí. A mí. Decía: “¿Tenéis este pantalón en un tono más claro?”

Yo le miré embobada, asintiendo con la cabeza como una tonta. David Silvan, el galán de Isabelita Juárez en “Odiar a quemarropa”, la estrella del serial “Morir de desamor”. Estaba allí, me miraba con sus ojos azul intenso, me preguntaba: “¿Sabes qué cinturón combina mejor con este polo?”. Su piel bronceada tenía el mismo tono dorado que cuando cabalgaba desnudo por la playa en la película “Pasión salvaje”, y sus dientes eran tan blancos que hacían daño al sonreír. Lo cierto es que sonreía mucho, y me sonreía a mí, a mí.

Él se metió en el probador con varios trajes y yo seguí llevándole ropa sin parar, mientras la chica rubia se paseaba por la tienda con aire irritado. Todo lo que se ponía le quedaba bien y cada vez que yo le llevaba una prenda nueva, él soltaba una carcajada. “Desde luego, eres una vendedora estupenda”, decía, y después esbozaba una sonrisa irresistible mientras sus ojos azules me recorrían de arriba abajo, como cuando miraba a su amada imposible en “Rebelde por amor”. Y yo me derretía, me derretía, sin poder disimular mi risa nerviosa, hasta que llegó un momento en que no quedaron más prendas que pudiera probarse, el calor nos sofocaba y los dos reíamos excitados por cualquier bobada. Entonces la rubia sacudió unas perchas con enfado y anunció que o salía ya, o se marchaba a casa, y él respondió “sí, cariño”, y volvimos a reír como dos tontos.

Ni siquiera esperamos a oír el portazo, él ya me había agarrado para arrastrarme dentro del probador y los dos nos apretamos en el estrecho cubículo. Nos miramos un momento, conteniendo la respiración. De cerca, sus dientes tenían un brillo irreal, y su cuerpo desprendía un fuerte aroma a whisky y colonia de marca. El corazón me latía desbocado cuando me estrechó entre sus brazos, igual que hacía con Isabelita Juárez ya no me acordaba dónde, y entonces me besó, y su lengua enorme invadió mi boca y comenzó a girar brutalmente, impidiéndome respirar, sobando mis dientes, penetrando en mi garganta, manchando mis labios de saliva. No sé cuánto tiempo duró aquello, pero cuando por fin terminó yo respiré aliviada, sin entender muy bien qué había pasado, ni dónde se habían quedado aquellos besos de película que dejaban a sus compañeras de reparto en éxtasis mientras él seguía recitando su monólogo ante la cámara.

Él comenzó a desabrochar mi blusa, pero entonces oímos de nuevo el ruido de la puerta al abrirse, y yo salí con rapidez. Llegué a tiempo para saludar al encargado antes de que éste sospechara nada, ni siquiera después de que David Silvan saliera del probador con cinco pantalones y siete camisas y anunciara que se lo llevaba todo, sí todo, aquí tiene mi tarjeta, gracias. Cuando le di el ticket, él garrapateó su firma y añadió un número de teléfono debajo. Antes de salir, me hizo un guiño y sus labios articularon en silencio: “Llámame”. Yo asentí, sonriente, y le miré mientras se alejaba por la calle.

Aquella noche compré vino y volví a ver el capítulo final de “Odiar a quemarropa”. Rebobiné la cinta varias veces y durante dos horas vi a David Silvan jurarle amor eterno a Isabelita Juárez. Mientras tanto pensé en la rubia cargada de bolsas llenas de ropa para hombre, y en sus gafas ocultando unas ojeras demasiado grandes para serlo; también pensé en David, en su olor a whisky a mediodía, en el blanco artificial de sus dientes, en su lengua violando mi boca. Arrugué el ticket con su teléfono y me serví otra copa. “Hasta siempre, David”, dije alzándola. Después, sin darme tiempo a arrepentirme, me tragué el papel con ayuda del vino.

Agua

El príncipe no había visto jamás unos ojos tan turbadores. Observó boquiabierto a la joven mientras dejaba que el agua de la cascada empapara sus vestiduras. Ella clavó en él sus pupilas violeta, recorriéndole con avidez, como si estuviera desnudándolo lentamente.
Era tan hermosa… Su melena blanca le caía en graciosas ondas sobre la espalda, dejando al descubierto la piel húmeda de sus senos. Había emergido súbitamente de las aguas mientras él bebía a la orilla del estanque. El príncipe olvidó la cacería, a sus guerreros y a las campesinas toscas de las que solía gozar en sus excursiones. Aquel sí era un bocado real. Su rostro era un óvalo perfecto. Sus labios eran rojos como la sangre de una virgen. El muchacho notó cómo su pulso se desbocaba. No podía esperar, tenía que hacerla suya en aquel mismo instante. Rápidamente, se despojó de su espada y su armadura, y se adentró en el agua. Ella retrocedió asustada, pero no opuso resistencia. Él la estrechó con fuerza y le mordió los labios hasta que sintió en su boca el sabor de la sangre.

Cuando los demás guerreros llegaron al estanque, todo había terminado. Observaron en silencio el cuerpo de la hermosa doncella, que flotaba en el agua con los ojos abiertos en una expresión final de horror y sorpresa. Mientras el príncipe terminaba de colocarse la armadura, sus caballeros hundieron el cadáver y callaron al ver las marcas oscuras de su garganta. El príncipe montó en su caballo y esbozó una sonrisa triunfal. “¡Atrapemos a ese zorro!”, gritó. Los guerreros respondieron con vítores y, tras espolear sus monturas, siguieron a su futuro monarca. No notaron la avidez de su mirada, ni el extraño fulgor que emanaba de sus pupilas violeta.

Genes

Al entrar en su despacho, el doctor contempló a la pareja que, con evidente tensión, aguardaba los resultados de sus análisis. Ella era menuda, con melena negra y grandes ojos castaños. Él era tan guapo que dolía. Los bucles rubios le caían a ambos lados de la cara, enmarcando una mirada azul y serena. Sin embargo, estos detalles quedaban eclipsados por las enormes alas blancas que emergían de manera natural de sus omoplatos. El nerviosismo le hacía agitarlas inconscientemente, arrancando susurros al aire y esparciendo plumón sobre la alfombra.

El médico apartó la vista, confuso, y volvió a revisar sus papeles. Mal, todo estaba mal. O bien. No lo sabía. Carraspeó. La joven ya no pudo controlar su impaciencia. “¿Entonces, doctor, cómo está yendo todo? ¿Nuestro bebé está bien?”. El médico volvió a carraspear y se sentó frente a ellos. Observó de nuevo las ecografías. “Bueno”, comenzó a decir, “tiene todos los miembros completos y en su sitio, y parece que todo va bien para estar en el quinto mes... Además... hum... a pesar de nuestros temores no ha desarrollado... eh... ciertas peculiaridades que podría haber heredado del padre”, hizo una inclinación hacia el hombre rubio, que asintió con seriedad. “Pero”, prosiguió el doctor, “han aparecido ciertas deformaciones insólitas que nos preocupan y que no sabemos a qué atribuir. Observen ustedes mismos”, dijo tendiéndoles las ecografías.

La pareja se inclinó sobre la imagen borrosa del feto. En ella se apreciaban las extremidades encogidas del bebé y la silueta del cordón umbilical, cuya línea parecía prolongarse más allá del estómago, como una cola alargada. Además, en su cabeza se apreciaban dos pequeñas protuberancias. La madre lo observó detenidamente y, al cabo de un momento, asintió complacida. “Vaya, pues parece que el pequeñín ha salido a su abuelo”, dijo.
Y sonrió al médico, mostrando dos afilados colmillos.