Mitología bíblica

Hipótesis 1
La luz del ocaso cae sobre el paraíso terrenal. Dios y el Diablo charlan distraídamente, mientras pasean por la orilla del río. De pronto, al doblar un recodo, encuentran a Adán dormitando, rodeado de manzanas mordisqueadas. Se quedan quietos un momento, observando su barba rala, su tripa prominente y sus genitales ridículos. Al cabo de un rato, Satanás rompe el silencio. “¿Sabes? Yo creo que quedaría mejor si tuviera más pelo en la cabeza y menos en la cara. Y tal vez esos bultos de ahí le favorecerían más si se los colocaras en el pecho”. Dios hace una mueca de aburrimiento. “Haz la prueba si quieres. Es difícil que su aspecto empeore más de lo que está”. “¿En serio, puedo? Entonces, permite que te robe un trocito”. Y, tras palpar con cuidado la costilla de Adán, el Diablo se decide por su dedo índice.

Hipótesis 2:
La luz del ocaso cae sobre el paraíso terrenal. Dios y el Diablo charlan distraídamente, mientras pasean por la orilla del río. De pronto, al doblar un recodo, se encuentran con los restos de una hoguera. Esparcidos a su alrededor hay cáscaras de fruta y huesecillos de animales. Se quedan quietos un momento, observando esos desperdicios que alteran la armonía de la Creación. Al cabo de un rato, Dios rompe el silencio. “¿Ves a lo que me refiero? Son sucios, estúpidos y haraganes. Se pasan el día comiendo, durmiendo y fornicando. No se molestan en hacer nada productivo. Ni siquiera son decorativos. Me pregunto cómo puedo librarme de ellos sin quedar mal”. Satanás hace una mueca de aburrimiento. “Eso es fácil si son tan tontos como dices. De hecho... ¿cómo se llamaba ese árbol que le gusta tanto a Adán?”. “¿Cuál? ¿El manzano?”. Satanás asiente. “Tú cámbiale el nombre y prohíbeles que coman de él. Yo me encargo del resto”.

Hipótesis 3
La luz del ocaso cae sobre el paraíso terrenal. Dios y el Diablo charlan distraídamente, mientras pasean por la orilla del río. De pronto, al doblar un recodo, se encuentran con un grupo de monos tití que juegan en el barro. Varios de ellos han conseguido moldear una montaña informe de lodo y saltan a su alrededor. Al cabo de un rato, Dios los espanta con un bramido. “Acabo de crearlos y ya se construyen ídolos primitivos. Qué vulgaridad”, murmura disgustado. A su lado, Satanás contempla con curiosidad la figura simiesca. Sonríe entre dientes e intercambia una mirada cómplice con Dios. Éste frunce el entrecejo y, por último, suelta una carcajada. “¿Estás pensando lo mismo que yo?”.

Angustia

Cada vez que llego al aeropuerto, por muy corto que haya sido el viaje, me invade esa horrible angustia de no saber si él estará allí, al otro lado de la puerta, esperándome. El trayecto hasta la salida se me hace eterno, y no dejo de preguntarme qué ocurrirá si no viene a buscarme, o peor, si me pierdo. No sé qué haría yo sola en un país extraño sin su eterna compañía.

Después, cuando por fin lo veo allí de pie, ceñudo, pateando el suelo con impaciencia, siento que me inunda el alivio y me noto más ligera, casi etérea, aunque sé que el resto de la gente no me ve así. Siempre hay alguien que se nos queda mirando mientras él me conduce hacia la puerta, siempre con prisa, siempre murmurando “vamos, vamos”, mientras yo corro todo lo que puedo para pasar lo más desapercibida posible, aunque, como decía, siempre hay alguien que nos mira y seguro que piensa que somos una pareja desproporcionada. Él tan alto, ágil y esbelto, y yo bajita y gorda a su vera.

Así que me muestro sumisa y dejo que me arrastre hasta el coche, sabedora de que, aunque no siempre me trate bien, e incluso en ocasiones me golpee, él siente el mismo afecto por mí. Hay días en que me empuja, o me aplasta con brutalidad después de tumbarme en la cama. Pero incluso cuando grita que no puede más conmigo y me amenaza con tirarme escaleras abajo, yo sé que no soportaría perderme, porque soy muy valiosa para él.
No en vano soy una Samsonite auténtica.


Un minuto antes

La muerte le había sorprendido redactando las últimas líneas de su testamento. Sus herederos le encontraron desplomado sobre su escritorio, la taza de té rota y un borrón de tinta ocultando la última frase del documento: “A mi sobrina Elvira, mi tesoro...”. Del resto de la familia no hacía mención. Se inició una disputa sobre si el tesoro era apelativo o sustantivo, si era ella o para ella. Se convocó a los abogados, se llamó a un académico. Mientras, en su dormitorio, Elvira maldecía la rapidez del veneno que, por un minuto de anticipación, iba a dejarla en la ruina.