Una cuestión de suerte

El enterrador, un anciano de pelo blanco y aspecto bonachón, cava la fosa con dificultad debido al dolor que le produce su espalda encorvada. Fuera del agujero, en el césped, las gotas de lluvia comienzan a repiquetear contra la tapa del ataúd, pero él no las oye. Con los años se ha vuelto un poco duro de oído. Al menos, eso les cuenta a los vecinos del pueblo cuando algo le impide leer sus labios y entender lo que dicen. Porque, en realidad, está completamente sordo. Pero si la comunidad se enterara, lo obligarían a retirarse con una mísera pensión de invalidez. Y no puede consentir eso. Necesita el dinero para pagar un médico. Tiene el corazón débil. Después de su último infarto, necesita controles periódicos y una medicación cara. Un sobresalto de más, y tendrían que enterrarle a él.

Por eso, mientras sale de la fosa, el enterrador sonríe y piensa que, en el fondo, es un tipo afortunado. Tiene suerte de ser más astuto que sus vecinos; suerte de tener un empleo tranquilo y conservar su sueldo. Y la Muerte, que observa la escena sentada en una tumba cercana, no puede estar más de acuerdo con él. Consulta despacio su reloj de arena y agita irritada la guadaña al comprobar que aún tiene varias horas por delante.

Mientras el enterrador empuja el ataúd al agujero, la Muerte piensa con amargura que, si el anciano no estuviera sordo como una tapia, ya habría terminado su trabajo. Ataque fulminante al corazón. Un guadañazo, y a casita. Pero no, hoy no tendrá ese sobresalto de más. Porque su sordera convierte en repiqueteo de lluvia los fuertes golpes en la tapa del ataúd. Y, mientras llena el agujero de tierra, el enterrador no puede oír los pavorosos gritos de la mujer que, desde el interior, chilla: “¡No estoy muerta! ¡Por favor, abran! ¡No estoy muerta!”