En el parque

La adivina barajó las cartas rápidamente. Por un momento creí que algún naipe se quedaría enganchado en una de sus enormes sortijas, pero no fue así. Se le notaba cierta pericia y me pregunté si en otra vida no habría sido crupier, o quizá jugadora profesional. Tal vez perdió todo su dinero en una partida. Tal vez perdió su trabajo y su marido la abandonó, harto de tantas deudas. Pero era una luchadora y no se rendía fácilmente. Así que buscó en el baúl de la ropa vieja las faldas y los chalecos de su época hippie, se ató un pañuelo a la cabeza, se cubrió de bisutería barata y armó un consultorio de tarot en un rincón del Retiro. Se lee la mano, se echan las cartas. Conozca su futuro por 20 euros. Era caro, pero las demás adivinas del parque cobraban lo mismo. Sólo que ella acertaba. O eso decían.

“Antes de elegir las cartas, tienes que concentrarte en lo que quieres saber”, me advirtió. Yo asentí despacio y escogí tres naipes del montón. La adivina puso boca arriba el primero. El del pasado. “Mmmm... la carta de los Enamorados, invertida. Veo un amor desgraciado. Una pareja deshecha a causa de la debilidad de uno de los cónyuges. Veo peleas. Dolor. Una separación”. Creí que me miraría en busca de aprobación, pero giró la siguiente carta sin levantar la vista. El presente quedó representado por la carta del Ermitaño. También invertida. “Veo oscuridad, una traición, engaño... Una persona demasiado tímida e insociable. Una herida que la atormenta. Está sola”. Suspiré y asentí con la cabeza. Todo encajaba perfectamente.

Antes de que voltease la última carta, alargué la mano y la descubrí yo misma. Era la Estrella. La adivina me sonrió. “Esperanza, ayuda inesperada, perspicacia y claridad de visión. Un gran amor será dado y recibido.” Se recostó en su asiento, satisfecha, y escrutó mi rostro en busca de una reacción. Yo me quedé quieta, observándola. Repasé las arrugas de su rostro. Las canas de su cabello mal teñido de caoba. Los pendientes de fantasía. Al llegar a sus ojos, la noté molesta por mi silencio. El servicio había terminado. Debía pagar y marcharme. Hice amago de levantarme, pero me detuve. “Todos los domingos vengo y me concentro en la misma pregunta. ¿No quiere saber cuál es?”, pregunté. La adivina giró la cabeza y contempló a unos turistas que se hacían fotos junto al estanque. “Son 20 euros”, respondió secamente.

Abrí mi cartera y deposité el billete junto a la baraja desgastada. Me alejé con lentitud. Apenas había caminado unos pasos, cuando alguien me tocó el hombro. La encaré de nuevo. De pie, la adivina apenas me llegaba a la altura del pecho y parecía más vieja, más vulnerable.

- Cuánto has crecido...
- Ha pasado mucho tiempo desde que te fuiste.
- ¿Cómo está tu padre?
- Bien, mamá. Ya sabes que te ha perdonado las deudas. Quiere que vuelvas.
- Volveré cuando me devuelva el dinero que me robó con aquella baraja trucada.
- Yo también quiero que vuelvas.

Negó lentamente con la cabeza, sus ojos brillantes. Me acarició la cara y susurró: “Mi Estrellita. Te veré el próximo domingo”.

Me quedé allí, viéndola internarse de nuevo entre los árboles.